En mis juicios, en mi genio, en mi carácter…El domingo del buen pastor siempre pienso en las ovejas. Me pregunto por mi vocación de oveja. De hijo. De niño confiado. De niño dócil. No puedo ser pastor sin antes ser oveja, niño, hijo. Me gusta pensar en el redil y en la seguridad que me da el pastor en esos pastos en los que me alimento.
Hoy escucho: “Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños”.
Las ovejas conocen la voz de Jesús. Yo conozco su voz. Sé que me quiere y me llama por mi nombre. Pero tantas veces compruebo mi poca docilidad. Necesito volver a aprender a ser oveja. Esa mirada franca y dócil. Esa actitud bondadosa y mansa.
Deseo una santidad que pasa por una bondad, que es don de Dios. Me gustan las personas bondadosas. Las que piensan bien. Las que hablan bien de los otros. Las que nunca juzgan las intenciones. Las que no sospechan de los demás. Las que no siembran cizaña con sus palabras y gestos. Las que no viven en su orgullo condenando a los otros.
Me gustan las personas buenas que buscan mi bien y no sólo el suyo propio. Sin esperar nada a cambio. Me gustaría ser siempre así. Más oveja. Menos lobo. Con más bondad. Con menos malicia.
Me gusta pecar de ingenuo y no de malpensado. Me gusta ser inocente y no vivir con la sospecha en el alma. Quiero ser más oveja. ¡Qué difícil!
Veo las ovejas tranquilas en su redil. Cómodas en su realidad. Y yo me siento tan orgulloso y caprichoso… Busco hacer mis planes. Marcar mi rumbo. Inventarme mi ruta de santidad. Pienso que yo puedo solo. Y Dios interviene sólo para cubrirme las espaldas cuando yo no alcanzo la meta propuesta.
Decía el padre José Kentenich: “La experiencia de nuestra tibieza, de la rebelión de los instintos y nuestros apegos mundanos, debe hacernos crecer en la humildad. Esa meta sobrenatural a la que aspiramos no se logra mediante nuestro exclusivo esfuerzo y empeño personales”[1].
Pero yo en mi vanidad atribuyo los éxitos a mis talentos. Y medito que mis fracasos se deben a la mala suerte o a mi Dios que no me echa una mano. Tengo más de lobo que de oveja. Soy lobo en mis juicios, en mi genio, en mi carácter.
Me creo fuerte y capaz de vencer a otros con mis palabras. Menosprecio al rival. Me río de sus fracasos. Se me olvida la cuota de humildad a la que aspiro. ¡Qué lejos estoy de lo que sueño! Quiero tener más bondad en el alma. Ser más oveja para aceptar la vida como es, sin quejas, sin amarguras.
Decía Mirta Medici: “Te deseo que puedas aceptar que hay realidades que son inmodificables, y que hay otras, que si te mueves del lugar de la queja, las puedes cambiar”. Humildad para aceptar mi vida como es, en lo que no puedo cambiar. Y humildad para ponerme a trabajar allí donde sí puedo dar algunos pasos.
Ser humilde es ser verdadero. No soy vanidoso cuando reconozco mis talentos. Y no soy necesariamente humilde cuando experimento derrotas y acepto fracasos. Hace falta besar la verdad de mi vida como es.
El otro día leía: “Aprender la plena verdad de nuestra dependencia de Dios y de nuestra relación con su voluntad: en eso consiste la virtud de la humildad. Porque la humildad es la verdad, la verdad plena, la verdad que abarca nuestras relaciones con Dios y con el mundo que ha creado y con nuestros semejantes. Y lo que llamamos humillaciones son las pruebas con las que se mide si hemos entendido plenamente esa verdad. El que se humilla es el yo: no habría ‘humillación’ si aprendiéramos a poner el yo en su preciso lugar, a vernos con la perspectiva adecuada ante Dios y ante el resto de los hombres. Y, cuanto más abundante es esa dosis de yo en nuestras vidas, más severas son nuestras humillaciones con el fin de purificarnos”[2].
Mi yo rebelde y orgulloso que sólo puede ser vencido en las humillaciones. Mi ego que domina mis acciones y no me deja ser oveja. Es difícil vencer a mi ego. Mi yo busca su espacio. Quiere quedar por encima. Quiere verse. Quiere ser visto. La humillación me hace más humilde. Pido más humildad y me quejo cuando me humillan. Porque me duele.
La oveja se abaja al ser humillada. Y desde abajo ve la realidad de forma diferente. Ve a los demás que son mejores. Eso es ser humilde. Y el milagro es que pueda yo alegrarme al mirar así a los otros. Mejores que yo. Más capaces.
Quiero esa humildad de oveja para ver la realidad desde abajo. Con una perspectiva nueva. Quiero verme en mi verdad y quererme como soy, sin compararme. Y ver mi relación con ese Dios que me ha creado y conduce mis pasos.
Deseo la pequeñez del hijo que se siente dependiente y necesitado de su padre. Tantas veces quiero yo ser independiente. Quiero aprender a estar feliz en el redil. Sin quejarme continuamente de no estar donde yo quiero. En otros pastos. Con otras ovejas. Con otra libertad. Con otro pastor.
Quiero entender que ser dócil es aceptar los planes que no deseo y besar la cruz que no elijo. Sin ponerle peros a la vida.
Me gustaría ser más obediente a los planes de Dios que se concretan en personas y en lugares, en éxitos y en fracasos. En mi verdad. En mis derrotas y victorias. Esa docilidad para aceptar las críticas, las sospechas, los juicios. Esa docilidad para no vivir con rabia, con odio, con tensión. Justificándome. Defendiendo mi postura. Esa docilidad que es un don de Dios. La elijo.
[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[2] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros