Para ayudar a Aleteia a continuar su misión, haga una donación. De este modo, el futuro de Aleteia será también el suyo.
¿Hay algo más cautivador que un viaje que se hace por amor? Una visita sorpresa de vuelta a casa por vacaciones, un pretendiente que llega de repente con la rodilla clavada en el suelo, Odiseo tratando de volver a Penélope durante nueve largos años…
Son imágenes que capturan la imaginación y la calidez del corazón. La Peregrinación es el viaje definitivo por el amor, un sacrificio de tiempo, recursos y comodidad.
Aunque muchas religiones han fomentado las peregrinaciones, los cristianos tienen un sello especial propio. Desde el momento en que Jesús exhortó a sus apóstoles diciendo: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos” (Mt 28,19), los cristianos han viajado por todo el mundo no solo para difundir el Evangelio, sino también para visitar los lugares donde se desarrolló la historia de la salvación y donde grandes santos dieron testimonio de la Verdad.
Las adversidades de la peregrinación —largos trechos a pie, peligro de enfermedad y la amenaza de los forajidos— hacían de la actividad una penitencia popular, un auténtico gesto de redención en este viaje de amor por Cristo.
Sin embargo, durante la Reforma, la práctica de la peregrinación fue cuestionada por Martin Lutero, que se mofaba de los peregrinos por la improbable “corrección” de sus motivaciones.
Los que hacen peregrinaciones tienen múltiples motivos, pero rara vez son legítimos. El primer motivo para hacer una peregrinación es el más común de todos, a saber, la curiosidad de ver y escuchar cosas extrañas y desconocidas. Esta frivolidad procede de una aversión hacia y un aburrimiento por los servicios del culto, que han sido descuidados en la iglesia particular de los peregrinos.
La Iglesia católica abogó por la tradición de la peregrinación en la sesión final del Concilio de Trento y, después de un periodo de disminución de visitantes a Roma, los Años Santos empezaron a ver las calles de nuevo repletas de peregrinos.
En 1550, san Felipe Neri abrió un hospicio para peregrinos, que más tarde se convertiría en la iglesia de la Trinità dei Pellegrini, donde él y sus voluntarios cuidaron de nada menos que 140.000 peregrinos en 1575. San Felipe también inició una tradición entre los locales de hacer una peregrinación a siete iglesias de la ciudad de Roma, una costumbre que persiste hasta el día de hoy.
Una de las pinturas favoritas de Felipe Peri, a tiro de piedra de su tumba en Chiesa Nuova, representa una peregrinación muy especial. La Visitación de Federico Barocci, pintada en 1586, muestra a María con prisa por ver a Isabel inmediatamente después de que Gabriel le dijera que será la Madre de Dios. Isabel, también, está embarazada de Juan el Bautista y María se apresura a traer amor divino a su prima.
Barocci atrae al espectador al interior de la historia con la figura inclinada de José a punto de levantar un saco opaco lleno de pan y un aguamanil de metal para el vino. Parece que estuviera reuniendo estos artículos para el espacio litúrgico del altar. A la derecha, una sirvienta de color atrayente, combinación de amarillo limón, rosa y verde oliva, sube la escalera sosteniendo un presente de dos aves. Su sombrero de paja y el cesto trenzado tienen una calidad de tanta definición que hacen que la escena parezca real, casi palpable.
María, glorioso ejemplo de humildad, sube las escaleras hacia su prima, que la espera bajo la arcada mientras Zacarías se inclina desde la semipenumbra. El fuerte de Barocci fue siempre el color, capaz tanto de deleitar como de despertar los sentidos. María está acompañada de tonos claros, ya que trae la Luz al mundo, pero donde vive Isabel, se percibe una turbia oscuridad. Cuando María toca el brazo de Isabel, la primera salpicadura de tintes brillantes se extiende por su manga, ya que “apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, [fue] llena del Espíritu Santo” (Lc 1,41). El alegre color que Barocci infunde en la pintura afectó profundamente a san Felipe, que experimentó una de sus visiones delante de este cuadro.
Se esperaba que el Año Jubileo 1600 fuera especialmente bueno, con una estimación de medio millón de visitantes a la Ciudad Eterna. El papa Clemente VIII, entre sus muchas preparaciones, hizo una peregrinación personal a la Santa Casa de Loreto, considerado el lugar de la Anunciación. Con un solo viaje logró afirmar el valor de la peregrinación y enfatizó la sólida confianza de la Iglesia en la intercesión de la Santa Virgen María.
En 1602, Caravaggio recibió el encargo de Ermete Cavaletti, que además era voluntario en la Trinità dei Pellegrini, de pintar la Madonna de Loreto, también conocida como Madonna de los Peregrinos.
Esta pintura deslumbrante no empleaba ninguno de los encantadores colores de Barocci, sino que saludaba a los visitantes a la iglesia de Sant’Agostino con dos peregrinos de ropajes harapientos que proyectan sus sucios pies desnudos hacia el espectador. Pantalones manchados, pies callosos y robustos gluteus maximus siguen sorprendiendo a los turistas como la primera imagen que ven al entrar en la capilla izquierda.
Pero, como cualquier viajero de pies doloridos puede asegurar, en Roma las piernas son la forma más fiable de transporte. En este cuadro, después de cientos de kilómetros, el hombre y la mujer por fin pueden aparcar su “medio de transporte”, relajarse y permanecer en calma en su destino. No obstante, las varas de andar separan las caras de los cuerpos desgarbados y sus expresiones cuentan una historia muy diferente. Caravaggio solo revela una prometedora sección de sus caras, pero la mujer de la derecha se abre en una sonrisa que marca sus pómulos, con unas arrugas que emanan como haces de luz. En el rostro del hombre, todas las líneas desaparecen bajo la radiante luz, lo cual destaca los ojos abiertos de asombro. Fuera lo que fuera lo que vinieran a ver, lo han encontrado.
Claramente, no se trata del edificio, pintado con un enlucido que se descascara revelando ladrillos baratos y mellas en la piedra del portal; han viajado por amor y han encontrado el amor esperándoles. Caravaggio da a entender que la Madonna y el Niño ante ellos es una aparición: María, reposando ligeramente sobre la punta de sus pies, no podría sostener a ese niño tan robusto, además de que su túnica brilla como la seda y el terciopelo. Un breve momento místico entre la pesadez de la existencia diaria.
La alegre composición, no obstante, deja un sentimiento inquietante; parece formar un triángulo: María en el ápice, los peregrinos a la derecha y un espacio vacío a la izquierda junto a la entrada.
Este espacio parece reservado a nosotros, que quizás venimos a ver la obra por su fama más que por su contenido. Estos espectadores –los curiosos o los superficiales que han “venido a ver cosas extrañas y desconocidas”– ven el rostro de Jesús en la sombra y se quedan con el deseo de ser llevados a la posición privilegiada de los pobres peregrinos. Puede que sean descuidados y bastos, pero en su fe sencilla, María se inclina dramáticamente hacia ellos formando un puente hacia su Hijo.
La obra despertó la indignación entre muchos visitantes y los pintores rivales y detractores de Caravaggio le acusaron de falta de decoro, además de los rumores de que la modelo de la Virgen María había sido una novia de Caravaggio: Lena, que “frecuentaba la Piazza Navona”, un eufemismo para una prostituta. Sin embargo, no hay que esforzarse mucho para ver cuál fue en realidad el modelo, ya que las líneas rectas de la cara y el denso pelo ondulado con raya en medio son las características definitorias de la estatua de Nuestra Señora del Buen Parto, esculpida por Jacopo Sansovino en 1520, a unos diez metros de distancia.
Es difícil ofrecer el mejor aspecto externo durante una peregrinación —además de que la pérdida del equipaje, la intoxicación alimentaria y la incapacidad de comunicarte con los locales son también parte de las humillaciones que se sufren durante estos viajes—, pero Caravaggio buscó expresar todo eso sin tratar de mejorar nuestra apariencia externa: la peregrinación nos ayuda a brillar con más fuerza en el interior.