Me mira como hijo y no se olvida nunca de mí, me abraza y me espera, me acompaña en el dolor
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Cada año celebro el misterio de la Trinidad. Me detengo a adorar al Dios Trino. Tres personas. Un solo Dios. Un Dios que se hace historia en la vida del hombre. Que se hace carne. Que se regala en la fuerza del Espíritu. Un Dios Padre misericordioso. Un Dios que es Dios de mi historia personal.
Siempre me pregunto este día cómo es mi amor hacia Dios Padre. Cómo amo a Jesús hecho carne y presente en la Eucaristía. Cómo pido cada día que venga sobre mí el Espíritu. Un solo Dios. Un Dios que es comunión cuando yo me empeño en dividir tantas veces. Disecciono la realidad para intentar comprenderla. Divido para ser yo más importante que el resto, para quedar por encima.
Un Dios que es amor de comunión. Donde los tres tienen el mismo valor. Y su amor los une para siempre. Este misterio me conmueve cada año, cada día. Ante el misterio me asombro sin comprender, como los niños.
Quiero ser niño sin querer comprender. Quiero asombrarme y no pretender entenderlo todo. Es más sencillo ser niño. Alegrarme como niño. Sorprenderme como un niño. Así miro hoy a Dios que es Padre.
Comenta el papa Francisco: “Dios es un Padre bueno. Tened el coraje de llamar a Dios con el nombre de Padre. Nos coloca en una relación de familiaridad con Él. Como un niño que se dirige a su padre sabiendo que es amado y cuidado por Él. Es la gran revolución que el cristianismo introduce en la religiosidad del hombre”.
Y rezaba así poco antes de su ordenación sacerdotal: “Quiero creer en Dios Padre, que me ama como un hijo, y en Jesús, el Señor, que me infundió su Espíritu en mi vida para hacerme sonreír y llevarme así al Reino eterno de vida”.
Hoy miro a Dios como Padre. No como un Dios lejano, todopoderoso e invisible. No como un Dios justiciero que me exige perfección y cumplimiento. No como ese Dios que espera al final de mi vida que rinda los talentos que me ha confiado y esté a la altura esperada. No creo en ese Dios exigente que sólo busca mi perfección, que le presente el cuello blanco de mi camisa sin manchas, sin caídas.
Me siento débil y necesitado y sé que no soy perfecto. Sé que no puedo estar a la altura de mis propias exigencias, que ya son muchas. Caigo y me levanto en medio de mis flaquezas, sorprendido por mi debilidad.
Por eso hoy miro a Dios como Padre. Ese Dios que es Trinidad es un Dios paternal. Un Dios que me mira como hijo y no se olvida nunca de mí. Un Dios que me abraza y me espera por el camino de mi vida. Me sale a buscar entre lágrimas cuando regreso a casa.
Un Dios al que le importa todo lo que me sucede, lo bueno y lo malo, no importa. Este Dios que es Padre no me manda cruces para limar mis asperezas y pulir mis aristas. No creo en ese Dios pedagogo que decide el tamaño de la cruz que puedo cargar y me la envía.
Creo más bien en un Dios Padre que me acompaña en medio de mi dolor. No me quita la cruz, me da la fuerza de su Espíritu para que pueda cargar con ella. No juega conmigo en un juego que yo no comprendo. Tampoco pretende que sea como Él no me ha creado.
Su promesa es verdadera, tiene sentido todo lo que me promete. Por eso creo en las promesas que me hizo un día, en las que hoy me hace. Me prometió la felicidad, la plenitud de vida, su compañía todos los días de mi vida. Y yo me fié de sus palabras y seguí sus pasos. Y cumple lo que me dijo. Creí en su voz, como las ovejas que conocen la voz de su pastor y lo siguen buscando pastos.
Por eso yo creo, sigo creyendo hoy, cada día. ¡Cómo voy a dudar de su amor si me ha tomado en sus manos y no me deja caer! Yo confío. Siempre confío. Es la revolución de Jesús que me ha mostrado el rostro misericordioso del Padre.
A veces me cuesta creer en esa misericordia. Me cuesta creer en ese amor que lo perdona todo. Algunos de mis pecados no me parecen dignos de perdón. Yo no me perdono. Pero Él sí me indulta. Me libera. Me absuelve. Me levanta y me devuelve la dignidad perdida.
Cuando caigo y me levanto a penas, Él sale corriendo a levantarme entre lágrimas. Las suyas y las mías. Su amor me recoge en medio de mi barro cuando estoy herido. Esa mirada alegre y positiva sobre mi vida me da alas para creer más en mí. Para volver a luchar por dar la vida.
Porque me ha amado como soy y confía en mí. En todo lo que puedo hacer si yo por mi parte confío en su poder y no en mis fuerzas.