Cuando hay que enfrentarse a la realidad de que la muerte de un ser querido está cerca
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Ante la cercanía de la posible muerte de un ser querido, todos queremos hacer las cosas bien: luchar para curarle, pero que no sufra. Son dos conceptos que a veces son difíciles de compaginar juntos y un debate profundo, lleno de sentimientos, se puede instalar en nuestro interior, al igual que las dudas de estar tomando las buenas decisiones o ayudando a que el enfermo tome bien sus últimas decisiones.
Es importante perder el miedo a equivocarnos y para ello es necesario aclarar algunos conceptos que, espero, puedan servir a vivir esa última etapa con plenitud y paz.
La muerte es un fenómeno irreversible, es la parte final de la vida, un evento ineludible con el que se tiene que enfrentar todo ser humano, lo desee o no, lo espere o no. La muerte puede llegar de golpe, pero muchas veces viene después de un proceso de enfermedad (sobrevenida o bien como consecuencia de la vejez) en el que luchamos por curar.
Pero llega un momento en el que hay que enfrentarse a la realidad de que la muerte está cerca y que cualquier técnica que apliquemos sólo puede alargar un poco la vida, a veces aumentando el dolor y el sufrimiento, pero no curará. La negación en aceptar este fin, el empecinamiento en buscar salidas a lo inevitable, o el miedo a no poner todo lo posible para salvar la vida, puede llevar al llamado ensañamiento terapéutico.
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La medicina actual permite mediante técnicas más o menos sofisticadas (catéteres arteriales o venosos, sondas, respiradores, transfusiones, nutrición parenteral, antibióticos, nuevas cirugías, tratamientos experimentales, etc.) aplicar medidas para alargar la vida del enfermo, sin que realmente exista un beneficio real para él y no existan probabilidades de recuperación.
No olvidemos que son técnicas que pueden alargar un poco la vida del enfermo terminal, pero muchas veces acompañándolo con dolor, molestias e incluso sufrimiento.
Sin embargo, podría ser que la palabra eutanasia planeara sobre nuestra mente y nos impidiera tomar la difícil decisión de decir basta y preparar nuestra muerte o la del familiar. Es cierto, que la Iglesia Católica en su Catecismo afirma que cualquier “acción o omisión (de acción) que de suyo en la intención provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio”.
Sin embargo, lo importante es la intención y afirma también que “la interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legitimo (…) es rechazar el encarnizamiento terapéutico” porque “no se pretende provocar la muerte, se acepta no poder impedirla”.
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Ésta es la gran diferencia: no se pretende provocar la muerte, se acepta que no podemos impedirla. Tan malo puede ser el encarnizamiento terapéutico como la eutanasia. Son, por decirlo de algún modo, las dos caras de una misma moneda.
En el primero pecamos de no aceptar lo inevitable, que fuimos creados para nacer, vivir, morir y resucitar a una Vida Nueva. Es nuestro deber prepararnos para ese momento y, en el casos de familiares, ayudar a que el enfermo pueda dar ese paso sin sufrimiento, sin dolor, sin angustia, luchando para sanar su alma más que poniendo esfuerzos en intentar sanar un cuerpo que ya llega a su fin.
En el segundo, en la eutanasia, luchamos para decidir nosotros cómo y cuándo morir. El objetivo no es reducir el dolor, no es dejar de aplicar un tratamiento a una persona en fase terminal, sino el de adelantar la muerte.
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La diferencia está en una sola preposición: la eutanasia ayuda a morir, eliminar el encarnizamiento terapéutico puede ayudar en el morir.