Un recorrido por el origen y el arte de la Ciudad Eterna
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La extraordinaria belleza que acompaña a los que visitan Roma desde un extremo al otro de la Ciudad Eterna se debe en gran parte a un pescador galileo de nombre Simón, ahora más conocido como san Pedro. La muerte del “príncipe de los Apóstoles” a manos del emperador Nerón en torno al año 67 determinó que Roma sería la sede de la Iglesia cristiana. El cónclave elige al obispo de Roma y, como sucesor de san Pedro, el papa es encargado del solemne deber de conservar y transmitir el depósito de la fe.
El legado de Pedro ha conocido múltiples desafíos con el paso de los siglos —amenazas temporales de príncipes seculares, invasiones de los sarracenos e incluso el éxodo de 70 años de la corte papal a Aviñón, Francia— pero la Reforma protestante planteó un reto totalmente diferente para la sucesión petrina: declaraba que el papado no tenía importancia ninguna en la vida de los fieles.
Martín Lutero empezó por cuestionar la autoridad del papa derivada de la declaración de Cristo a Pedro —“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella” (Mt 16,18)— asegurando que el papado en realidad es una institución humana creada por los hombres.
En 1545, Lutero escribía Contra el papado de Roma, fundado por el diablo, donde despotricó contra Roma diciendo que es “muy fácil demostrar que el papa no es el líder ni la cabeza de la cristiandad, tampoco señor del mundo por encima de emperadores, consejos, y todo lo demás, ya que miente, blasfema, maldice y desvaría en sus decretos, conducido por el infernal Satán” (Así son algunos de sus vituperios más suaves, de los aprobados para todos los públicos).
Las ilustraciones de Lucas Cranach, amigo de Lutero, han pasado a la historia como la primera sátira del estilo Charlie Hebdo. Los protestantes golpearon la raíz del árbol católico teológicamente, escrituralmente, históricamente y artísticamente.
El problema se agravó cuando los reformadores nombraron a san Pablo como principal autoridad apostólica. La tradición romana siempre ha considerado a Pedro y Pablo como gemelos: murieron el mismo día, 29 de junio, nacieron simultáneamente en el paraíso y, como los gemelos Rómulo y Remo, se convirtieron en los fundadores gemelos de la Roma cristiana. Un milenio de imágenes mostrando sus martirios respectivos, además de la fiesta conjunta de Pedro y Pablo, conmemoran ese vínculo fraternal entre los dos; los protestantes habían roto ese vínculo.
En el frente artístico, la Iglesia combatió el fuego con fuego, liberando la elevadísima llamarada de Miguel Ángel. Recién terminada su respuesta a los protestantes en el Juicio Final, el artista de 68 años recibió dos encargos de prestigio. El primero fue completar la soberbia basílica dedicada a san Pedro, como emblema de la tumba del príncipe de los Apóstoles, y el segundo fue pintar la Capilla Paulina. Cranach y su tallado en madera del Papa como Anticristo nunca fue rival.
La Capilla Paulina fue construida para las misas personales del papa, la adoración del Santo Sacramento y el cónclave. El más católico y romano de los espacios subrayaba el misterio, el magisterio y el martirio. Miguel Ángel pintó al fresco las paredes laterales con una pareja inusual de pinturas: la pared derecha mostraba la Crucifixión de san Pedro, pero la pared izquierda ilustraba la Conversión de Saulo. Esta nueva combinación, a petición del papa, reiteraba el significado del testimonio último de Pedro, que tuvo lugar a un tiro de piedra de la capilla, pero ahora era complementado con el encuentro de Saulo con la Verdad. Esta imagen sirvió como reprimenda a los protestantes, un llamamiento a corregirse de su descarrío y volver a la luz y al camino verdadero.
Una limpieza reciente ha revelado que Miguel Ángel, a pesar de la edad y sus problemas de visión, no había perdido nada de su poder artístico. Los colores son fascinantes, la composición cautivadora y el mensaje poderoso. En la Crucifixión de san Pedro, la gente se arremolina en cúmulos turbulentos en torno a la figura dominante del apóstol. Miguel Ángel, por primera vez desde su juventud, exhibía una deslumbrante paleta de lapislázuli, mora, mostaza, arándano y aceituna en la multitud, destacando a Pedro, poderosamente iluminado, como representación de la Verdad desnuda descubierta ante el mundo.
Hay mujeres desesperadas que lloran, observadores curiosos que se acercan, soldados que trajinan, hombres que discuten, pero Pedro yace estirado en su cruz, impávido ante el drama que le rodea. Alza su cabeza para mirar directamente al espectador que, en el caso de los cónclaves desarrollados en la capilla, era potencialmente un futuro papa, recordando a sus sucesores que esta es la descripción real del trabajo: testimonio infatigable independientemente de las circunstancias o las tragedias. La mirada fiera de Pedro sigue al recién elegido papa desde el altar hasta la salida de la puerta, un ejemplo sobrecogedor.
Frente a Pedro, Saulo yace atónito en el suelo. Cegado, Saulo alza la mano sobre sus ojos mientras se esfuerza por levantarse. La intensidad de este encuentro es como un misil que golpea el suelo; la mayoría de las figuras huyen con temor, mientras el que queda se encoje de pavor ante la manifestación celestial.
Cristo, tan espectacularmente escorzado que parece volar hacia abajo en dirección a Saulo, emite un rayo de cegadora luz que corta las nubes y la multitud para encontrar su objetivo. La otra mano de Cristo señala enérgicamente hacia la distancia, indicando a Saulo que se levante y marche. Cuando el espectador enfrenta el cuadro, primero encuentra la conmoción de la consciencia de Saulo sobre sus errores y, luego, sigue la mano de Cristo para ver que hay una ciudad en la lejanía: la conversión está bien, pero la conversión con el testimonio está mejor.
Cincuenta años después de la compleción de la Capilla Paulina, el papa Clemente VIII pensó en repetir este énfasis petrino para el año jubilar 1600, y recurrió a su tesorero, Tiberio Cerasi, quien encargó una capilla en la iglesia de Santa María del Popolo. Esta iglesia, la primera que verían los peregrinos a su entrada en Roma a través de la puerta norte, tenía un especial significado en la Contrarreforma. La iglesia dirigida por los agustinos, la misma orden a la que perteneció Martín Lutero, fue el primer lugar donde el joven fraile Lutero había predicado 90 años antes. Para exorcizar este recuerdo, Cerasi escogió a Caravaggio, catapultado a la fama un año antes con su serie de san Mateo en San Luigi dei Francesi.
Para su segunda obra pública, Caravaggio (cuyo nombre real era Michelangelo Merisi) competía con el legado de su tocayo Florentino, que falleció 7 años antes de que él naciera. Los temas serían los mismos: el martirio de Pedro y la conversión de Pablo, pero mientras que Miguel Ángel había cubierto grandes extensiones con frescos, Caravaggio disponía de un tercio del espacio y trabajaba en el medio menos prestigioso del óleo. Además, su archirrival, Annibale Carracci, ya había sido premiado con el retablo, así que sus brillantes colores y su virtuoso escorzado competirían por la atención del espectador.
Caravaggio osó rediseñar por completo las imágenes. Donde Miguel Ángel pintara multitudes, Caravaggio pintaría reclusión íntima; donde Miguel Ángel pintara cielos cobaltos, Caravaggio pintaría una oscuridad invasora.
Su Crucifixión de san Pedro presenta a cuatro figuras, en contraposición a las 50 de Miguel Ángel. Las cuatro están muy atareadas: tres trabajan por completar la ejecución, mientras que la tarea de Pedro es mantener la compostura. Los tres ejecutores han sido reducidos a grupos musculares: un deltoides rojo, unos glúteos amarillos, un trapecio verde, todos flexionados como fuertes eslabones de una maquinaria. Sus caras permanecen en la oscuridad, son desconocidos e inconscientes; podrían ser cualquiera, trabajando ciegamente en su ignorancia para destruir la fe. Pedro, no obstante, está bañado en una luz tan poderosa que embellece su figura corpulenta y revela su conocimiento pleno de su misión. Mira el clavo que atraviesa su mano como para sujetarlo aún más fuerte, ya que por esta prueba recibirá el mayor de los premios.
En primer plano descansa una gran roca, un guiño al nombre de Pedro, que significa ‘piedra’. Tras un largo viaje, los peregrinos pueden animarse; solo unos pasos más hasta el lugar donde descansa la roca. La realidad de san Pedro, su muerte en Roma, su cuerpo bajo el altar mayor de la recién completada basílica, les sería anunciada a través de la severa pintura de Caravaggio, junto con el recordatorio de que san Pedro no murió por la doctrina de Lutero, sino por la enseñanza de Cristo, a quien conoció y siguió hasta su brutal muerte en el circo de Nerón.
La Conversión de Saulo enfatizó la intimidad de la conversión. Caravaggio redujo el número de figuras a tres. El lienzo casi por completo estaba ocupado por un pesado caballo de tiro y su adiestrador, pausado tras ver a Saulo caído en el suelo. El Jesús gimnasta invertido de Miguel Ángel ha desaparecido y todo lo que queda es Su luz, que, desapercibida para el animal y su maestro, ilumina únicamente a Saulo. El despertar espiritual de Saulo es personal y lo recibe con los brazos abiertos. Caravaggio usa toques minimalistas de marrón y beige en la mayor parte del espacio, hasta que llega a Saulo. Con él la paleta se enciende con la túnica roja extendida bajo él y la coraza naranja, que evocan los colores del fuego. Los tonos de Caravaggio ilustran la yesca del Espíritu Santo cuando arde para comenzar la transformación de Saulo en Pablo, Apóstol de los Gentiles.
Caravaggio sí absorbió una importante lección de Miguel Ángel en el trabajo con sus lienzos. Las composiciones paulinas de Miguel Ángel se dirigían hacia abajo en ambos frescos, guiando la vista a través del tumulto de personajes hacia los héroes emplazados en la parte inferior de la obra. Tradicionalmente, el arte tendía a elevar la vista en las composiciones, pero la forma de V invertida de Miguel Ángel desafió ese concepto.
Caravaggio lo llevaría mucho más lejos en su arte, destacando a protagonistas postrados en la base de sus lienzos. Esta posición humilde, expuesta y vulnerable, se convirtió en un elemento preferido del artista, recordando así a los fieles, que a menudo habían de inclinarse para examinar sus obras con detalle, que la humildad es fundamental para la santidad. Pedro y Pablo aceptaron las humillaciones del pecado, el error, el escarnio y la persecución, pero emergieron purificados y poderosos, listos para gobernar el bisoño navío de la Iglesia en una gran travesía a través de los siglos, continuada por la línea ininterrumpida de sucesores de Pedro.