Hace ahora 700 años, el obispo Hugues Géraud fue condenado a muerte por hechizar e intentar asesinar al Santo Padre: recordamos este extraño suceso.
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Las intrigas sobre envenenamientos y rivalidades no esperaron al paso del Renacimiento para inmiscuirse en las vidas de los altos dignatarios de Francia. En 1317, un obispo, aparentemente no problemático, responsable de la diócesis de Cahors, fue desenmascarado: la Iglesia descubrió sus oscuras historias de malversaciones y de simonía.
Temeroso por su situación, el acusado Hugues Géraud envió a su compañero y amigo, el sacerdote Pierre de Salelle, a Montpellier a ver a un boticario para preparar veneno destinado al papa de Aviñón, Juan XXII. La muerte precipitada del papa, pensaba el conspirador, le permitiría escapar de una condena funesta.
Así pues, escogió sus armas: el veneno y el maleficio. Por esta época, un maleficio consistía en fabricar con cera una estatuilla con la efigie de la persona objetivo (una especie de vudú), sobre la cual se lanzaba una maldición que vinculaba a la víctima con su representación: si se perforaba la mano de la estatuilla, de inmediato el pobre modelo lo sufría terriblemente.
Si no fuera porque, en marzo de 1317 en una posada de Aviñón, la policía pontificia detuvo a dos personas de Toulouse. En una bolsa de tela que descubrieron entre sus pertenencias encontraron tres panes. Dentro de cada uno de los panes había una estatuilla de cera junto a sendos trozos de pergamino. En uno de ellos, una oración sacrílega en latín rezaba: “Que muera el papa Juan y ningún otro”; los otros iban dedicados a dos de sus cardenales principales.
Hugues Géraud lamentó amargamente su falta de discreción, que le llevó a prisión por perpetuidad. Sin embargo, el proceso se extendió hasta el mes de julio, cuando el acusado, exhausto, se rinde y confiesa todas sus fechorías. El canónigo Albe lo relata en un escrito truculento:
“Primero fueron a la calle des Carmes a comprar la cera a una viuda que comerciaba allí y llevaron esta cera a casa de un judío bautizado con el nombre de Bertrand Jourdain. Él les promete hacer tres imágenes a semejanza del papa y de los dos cardinales. Tres días después regresaron a tomar las estatuillas que Jourdain moldeó delante de ellos en moldes preparados con antelación. (…) Primero se abastecieron de sapos, lagartijas, colas de ratas, arañas, etc., y lo llevaron todo a un boticario cuya tienda estaba en la calle de la Chapelle d’Hugolin que se llamaba doctor Durand Laurant; le dijeron que lo quemara todo y lo redujera a polvo; luego le dieron la lista con las drogas.
Incluía arsénico, un licor blanco y espeso, donde el arsénico se mezclaba con bilis de cerdo, mercurio, etc. Al día siguiente, el mismo Prudhomme fue con Guillaume d’Aubin a la Salade [barrio norte de Toulouse], lugar donde se encontraba la horca. Guillaume apoyó la escalera en la horca y Prudhomme subió a cortar una parte importante de la pierna de un ahorcado, a quien cortó también cabello y uñas. Añadieron a su colecta fúnebre la cuerda del ahorcado recogida del suelo y el rabo de un perro muerto encontrado a su regreso”.
A pesar de todo, el papa interrogó en persona al condenado buscando una pizca de arrepentimiento que le mereciera algún perdón: una pérdida de tiempo, sobre todo porque uno de los cardenales víctimas de la hechicería falleció misteriosamente durante el proceso. El Santo Padre no podía hacer nada más y, preocupado por hacer valer su autoridad durante el primer año de su pontificado, condenó al traidor a morir en la hoguera el 30 de agosto de 1317.