La vida y la muerte se entremezclan en una paz profunda en la clínica de las agustinas de Malestroit
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Reunión de cambio de turno matinal en la unidad de cuidados paliativos de la clínica de las Agustinas de Malestroit (Francia). Café y bizcochitos, el ambiente se detiene evocando a cada uno de los ocho pacientes que se benefician allí de cuidados. Se ríe y se trabaja. Aquí está la “casa de la vida”, asegura Sor Roxane.
En lo que hasta el 2003 era la maternidad de la clínica, sólo los pacientes han cambiado de rostro. Las puertas y ventanas siguen siendo rosadas, y a fin de cuentas “todavía se sigue dando a luz… desde la muerte”, explica la religiosa. Es largo y doloroso, el resultado es incierto.
El establecimiento de las agustinas es la única unidad de cuidados paliativos para los 350.000 habitantes de los entornos. Es raro que haya plaza.
“¡Es el servicio donde se está más vivo!”
Enfermera de formación, sor Rosane encuentra bajo su velo y su bata blanca sus “dos pulmones”: sus vocaciones -religiosa y agente de salud- son complementarias.
En torno a ella, un equipo multidisciplinario compuesto por muchas enfermeras, una auxiliar de enfermería y un psicólogo. Todos han firmado una carta de adhesión a los valores éticos de la comunidad religiosa a la que pertenece la clínica.
“Nosotros no ponemos fin ni prolongamos la vida. Respetamos la naturaleza“, explica la religiosa. Todo en esa “justa proximidad” que permite amar al paciente. Dedicamos tiempo a escuchar, a sentarnos. “No consideramos al ser humano como un solo órgano enfermo, sino en toda su persona”.
Isabel, enfermera, saborea el pacífico ritmo de la unidad. “¡Es el servicio donde se está más vivo!”, explica la joven mientras prepara su carro.
La atención del personal médico es tranquilizadora para los pacientes. Fabiana, de 65 años, respirando con dificultad, lo corrobora: “Estoy bien aquí. He encontrado una escucha”. Ella se prepara para volver a su casa, por unos días, en la perspectiva de la próxima boda de su hijo.
“Calmar los cuerpos y las almas”
Los pacientes aquí no están llamados a permanecer mucho tiempo. “Los recibimos para calmar su dolor, pero todos tienen un proyecto: ¡es la vida! Hay que permanecer vivos hasta el final”.
Fabiana explica con un sentimiento cruel: “Tengo un cáncer de pulmón aunque nunca he fumado. Lo encuentro muy injusto”. Una injusticia ante la que no hay respuesta. “La enfermedad no es un castigo”, dice sor Roxane, que calma con su equipo los cuerpos y las almas atormentadas.
La nobleza de la misión de los agentes de salud se inscribe en un libro de oro en que los agradecimientos de las familias llenan páginas enteras. “No tenemos una máscara, estamos en la verdad“, dice la responsable para explicar cómo enfrenta la muerte: es la humanidad que se refleja en cada uno.
En los colores rosas de este lugar de paso, la muerte no es tabú y los vivos también necesitan de los moribundos. Una vela se enciende en la ventana de la habitación después de cada muerte.
Y después a veces los pacientes hacen mentir al diagnóstico de los médicos. Como ese hombre con insuficiencia renal que se despidió de los equipos antes de sus vacaciones de verano y que se prepara para volver a encontrarse con ellos tres semanas más tarde.
Por Sophie Le Noën
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