“…Hasta que un día me encontré con una amiga que lucía vestida y maquillada de una manera tan natural y correcta, que se veía guapísima. Sentí envidia al verla con tanto señorío… y con familia”. La experta nos habla de una consulta recibida sobre la autoestima
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A mis 36 años me observo en el espejo de cuerpo entero, me recorro con la mirada y termino mirándome a los ojos para entrar dentro de mí misma y confirmar mi decisión.
Ya no más…
Empezó en mi adolescencia, en la que recuerdo verme como una chica desgarbada y de feas facciones, aunque las fotografías me dicen ahora que solo era una chica en desarrollo. Pero una chica presa de complejos que se comparaba con las modelos juveniles del momento, figuras felices con el mundo a sus pies, en donde se pretendía hacer coincidir la belleza exterior con el bienestar interior. Bienestar que yo consideraba inalcanzable si no me superaba en ese valor estético que lo absolutizaría todo en mi persona.
Fue una obsesión que se extendió a mi juventud y vida productiva, en donde buena parte de mis ingresos fueron a parar a las tiendas de ropa de marca, a la cuenta del dentista encargado de mi sonrisa perfecta, a la clínica de belleza y al dermatólogo para lograr la piel más tersa, brillante, tonificada. Ni que decir que me respingué la nariz y remodelé el cuerpo asistiendo asiduamente al endocrinólogo para conservar el peso ideal, aplicándome además muchas horas de arduo trabajo en el gimnasio.
El culto al cuerpo afectó a mi personalidad de tal manera que me había radicalizado defendiendo ideas como: no a embarazos y lactancias que producen estrías; no a los hijos que estorban a la realización personal, por no decir que son un estorbo para los placeres y disfrutes de la vida. En todo caso justificaba el tener un hijo como si de un capricho se tratara y que se podía hacer sin comprometer el cuerpo como lo hacen algunos ricos, bellos y famosos alquilando un vientre.
Vivía equivocada, y terminé pensando de la misma manera
Hasta que un día me encontré a mi antigua compañera de la Universidad a quien tenía tiempo de no ver, la recordaba culta e inteligente, aunque según yo, nada agraciada. Me abrazó con radiante sonrisa presentándome a sus dos pequeños hijos y a su guapo esposo. Mi amiga lucía vestida y maquillada de una manera tan natural y correcta que se veía guapísima. Sentí envidia al verla con tanto señorío… y con familia.
Nos despedimos y me quedé con recuerdos en los que yo me creía capaz de cazar a cualquier hombre, cuando me convertí en la presa a cazar y exhibir como trofeo.
Ahora estoy cansada de quienes dicen estar enamorados de mí sin que les interese para nada el valor de mi intimidad y sin mostrar ellos un ápice de la suya; pendientes de su cara, su cuerpo, su juventud, su dinero. Viviendo el presente como si el tiempo no fuera capaz de arrebatar todo empezando por la juventud, y dejando nada… pues nada había.
Hoy… es todo lo que veo en el espejo, además de soledad.
Escapar de la soledad
Me decido por arrojar lejos de mí el camuflaje del supuesto idealismo, la espontaneidad y la autenticidad que solo se les atribuye a los jóvenes, pero que a lo único que sirve es para encubrir una inmadurez que solo engendra inseguridad, pues estoy temerosa del imbatible paso del tiempo sin poder ubicarme en lo propio de mi edad.
Por todo ello pedí ayuda especializada para lograr una nueva forma de verme a mí misma, con otro orden de ideas, de afectos.
Aprendí así que dentro de los atributos de la feminidad se encuentra el cuidar de la propia belleza, pero haciendo que esta proyecte el ser que uno es, que es por lo tanto muy importante atender nuestro interior para crecer y poder vivir desde adentro hacia afuera, y no al revés como yo lo hacía.
Que solo de esa manera la belleza deja de ser provocativa para ser convocadora y reunitiva en torno a la verdadera personalidad, proyectando una delicada feminidad.
Hice cambios importantes en una nueva forma de socializar con otros amigos que viven mis nuevos valores: sobriedad en el comer, hacer ejercicio, divertirme, etc. Sobre todo en un nuevo enfoque sobre mi imagen y autoconcepto vistiendo sin llamar la atención solo sobre mi cuerpo.
Con cosas importantes como:
No seguir el vertiginoso mundo de la moda, y solo aprovechar lo que corresponde a mi nuevo estilo, convirtiéndolo en un clásico de mi persona.
Lograr que sea de buen gusto y discreta sobriedad de acuerdo a mi sexo, edad, mi trabajo y puesto, y sobre todo acorde a mi estado y dignidad humana. Como decía Coco Chanel, “la moda pasa de moda… el estilo jamás”.
Me ocuparé de que mis actitudes proyecten una manifestación personal que tiene que ver con el conocimiento de mi misma, mis valores y principios plasmados en la forma en que me comporto, visto, maquillo y peino, porque cuando la apariencia corresponde con el ser, la persona se potencia en seguridad, en presencia, en prestigio, en señorío: esa personalidad que lo dice todo, porque lo es todo.
Dicho de otra manera, la auténtica elegancia es coherente con una agradable imagen: sobria, sencilla, discreta, que manifieste el estilo, la personalidad y la dignidad. Es así que el vestido embellece esa personalidad que proviene del interior, es el complemento y la extensión de sí mismo.
Seguiré usando el espejo de cuerpo entero sin olvidar jamás lo aprendido.
Escríbenos a: consultorio@aleteia.org