Más de 15 millones de dólares moviliza cada año la ilegal compra-venta de los medicamentos que afectan a al menos 300.000 venezolanos, mientras la Iglesia hace milagros para salvar vidas en ambos lados de la frontera.
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Alejandra Polisse tenía menos de un año de vida cuando falleció por malaria. Su nombre no figura en los registros ni tampoco en los de la etnia yukpa, a la cual pertenece. Se la creía un “falso positivo” porque el Zulia no es región endémica como Bolívar.
Allá, como en Amazonas, las muertes por esa enfermedad son ya comunes. Tanto como la venta del tratamiento, el cual se consigue con mayor facilidad que la harina de maíz, gracias a un lucrativo negocio que mueve más de 15 millones de dólares en regiones mineras y de frontera.
Alejandra es sólo otro nombre invisible. Ya ni siquiera una estadística, porque las cifras en revolución están prohibidas. Pero se filtran, desde la cumbre roja hasta lo más bajo de la cadena, donde hacen esfuerzos por detener la mortalidad infantil debido a esta enfermedad, hasta hace dos lustros: inexistente.
La comunidad de Machiques, en la Sierra de Perijá, está diezmada. Un caso particular es el de la comunidad indígena Los Ángeles de Tucuco, que alberga más de la mitad de la población total yukpa de Venezuela.
Lo constatan los capuchinos, instalados en el sitio bajo misión religiosa desde el 2 de octubre de 1945. Allí, los frailes y un grupo de monjas lauritas hacen milagros para alimentar a los indígenas e impedir que siga disminuyendo su número como consecuencia de la peste.
Tenía varios días con fiebre. La llevaron al ambulatorio de la misión, donde le hicieron examen de la “gota gruesa”. Dio positivo para paludismo, pero “los de malariología no tenían el tratamiento y la niña murió el 20 de julio en la mañana”.
“Esta es la verdadera realidad de Venezuela: muerte por hambre, por delincuencia y por falta de medicamentos (…) ¡Dios tenga misericordia de nosotros!”, clama desde el sitio fray Nelson Sandoval, responsable de la misión católica dependiente de la diócesis de Machiques.
En conversación con Aleteia, el religioso acusa de las muertes a la “negligencia del Estado” por cuanto abandonó “los programas de salud, el control de vectores y los servicios principales de malariología”. Recuerda que los misioneros tienen instalados en el lugar setenta y dos años, y afirma que desde hace una década la prevención no existe en esa olvidada región.
“Toda la vida los trabajadores de saneamiento acudían. Su trabajo consistía en fumigar contra los zancudos que transmiten la malaria, y también repartían el tratamiento para los enfermos: la primaquina y la cloroquina, que deben tomarse para matar el parásito en la sangre”, sostiene.
Fanny Machado también se volvió literalmente experta en el tema. Estudió la hepatitis y la malaria, como el fraile, para poder atender a los indígenas en zonas de misión, no en Zulia, sino en la selva amazónica y en regiones aisladas de Bolívar. Aunque en los años 80 sufrió la enfermedad por primera vez, confiesa que jamás imaginó “estar en verdadero riesgo como en 2017”.
La mala praxis de quienes le atendieron con un tratamiento incompleto llevó a su organismo a desarrollar resistencia. Tras cinco décadas de estar inmersa en tierras venezolanas fue llevada a Colombia en un esfuerzo por las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena (Lauritas), para salvarle la vida.
Tuvieron que hacer dieta para “ahorrar” los más de 100 dólares que costaron las pastillas en el hermano país. La sorpresa de las religiosas fue el empaque en el que aún se lee aquello de: prohibido su venta, pues se trata -como muchos- de un producto de Venezuela que sufre “bachaqueo”.
Las religiosas tienen presencia en al menos 22 países, incluidos los del Caribe y Cuba. Sin embargo, la conmoción por los casos de paludismo es tal que las llevó a evaluar su estadía en la nación sudamericana. “Lo ocurrido en Venezuela -aseguran- sólo se compara con los casos más delicados de África”.
En opinión de expertos, la situación zuliana es especial y marca una alerta desde el punto de vista epidemiológico. La razón es la difusión de los contagios pese a que el lugar no cuenta con las condiciones climatológicas para el desarrollo y sustento del vector.
La realidad en el sitio sugiere que se trata de casos autóctonos, como consecuencia de la ausencia de políticas de control y la casi total falta de tratamientos. El caso de la religiosa Machado es uno de los emblemáticos, no porque sea monja, sino porque aun siendo su hermano inspector supervisor de malariología en Zulia, no le fue posible obtener las ansiadas medicinas.
El costo de la sangre venezolana
“Es un negocio redondo”, dijo Machado en entrevista con Aleteia. Dentro de poco cumplirá 70 años de vida y 50 de ejercicio misionero atendiendo casos de hepatitis y paludismo en las montañas venezolanas. Insiste que a lo largo de toda su carrera “jamás vivió una situación como la actual”. Ha estado en regiones inhóspitas y peligrosas, como Bogsí, donde permaneció una década; o de alta montaña adonde sólo es posible acceder en canoa tras 8 horas de camino.
Constata que la situación que sufren los habitantes de los estados Bolívar y Zulia no se ve ni siquiera en las más de 20 etnias que atiende su congregación en Amazonas, entre Piaroas, ni con otras comunidades indígenas.
El dinero de por medio es un factor determinante. Lo afirma el arzobispo emérito de Coro, monseñor Roberto Lückert, quien preside la Comisión de Justicia y Paz de la Conferencia Episcopal Venezolana (CEV), encargada de la acción social que realiza la Iglesia católica a través de Cáritas en todo el país.
“Se está extendiendo el paludismo por toda la nación otra vez”, sostiene. “Para el gobierno es todo un negocio, pues es quien compra por toneladas los tratamientos”.
“Cuando eso aterriza en áreas infectadas, como hay tanto minero que saca el oro de manera artesanal en el sitio, ellos compran el medicamento a precio de oro”, sostiene. Estima igualmente que la corrupción abarca todos los niveles, incluidos los militares: “Están metidos coroneles, capitanes y generales en ese negocio”.
Los montos de las transacciones son diversos. Dependiendo de la variedad de la malaria y del sitio donde se obtenga, se pudo comprobar que es posible adquirir el tratamiento completo con un aporte que oscila entre los 50 y los 150 dólares.
También se puede comprar en zona minera, pagando desde 1 hasta 2,5 grammas, lo que representa: 1 a 2 y medio gramos de oro, que a su vez se transforman entre 450 hasta 850.000 bolívares si se vende a pesos en Cúcuta (Colombia) en frontera con Táchira, adonde acuden continuamente para colocar el oro venezolano.
Se puede obtener en todas las zonas de frontera: tanto en Colombia como en Brasil o incluso en Guyana. “¡Pero quien no tiene dinero, simplemente se muere!”. El precio varía de acuerdo con el movimiento del dólar, el peso colombiano o el real brasilero. La razón es simple: se convirtió en una suerte de moneda de trueque, una que cobra las vidas de un importante porcentaje de los infectados que no tienen la fortuna de adquirir la medicina.
Las religiosas rezan a diario para que las autoridades reanuden el control epidemiológico; así como la visita de las zonas afectadas, a fin de que realicen las fumigaciones que permitan disminuir la población de mosquitos transmisores.
Actualmente, las comunidades indígenas reciben ayuda a través de los misioneros capuchinos gracias a las gestiones que la orden lleva a cabo desde distintos países, principalmente de España, adonde se pueden hacer llegare aportes que se traducen en vida para los habitantes de las sufridas naciones sudamericanas como Venezuela.