Quiero aprender a descifrar con Dios los misterios de mi alma y saber cuál es su voluntad escondida
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En ocasiones me quejo de que no avanzo en mi vida espiritual. Es como si siempre estuviera igual. Los mismos pecados, las mismas tentaciones, las mismas caídas. Mil propósitos incumplidos. Y no acabo de crecer hacia las metas más altas. A veces me encuentro con personas que se ven así, estancadas. Y tal vez sea cierto. El mundo me enreda y no logro salir y mirar el cielo. Vuelvo a empezar y me detengo.
Decía el P. Kentenich: Los santos solían comparar el mundo y el espíritu mundano con una telaraña: quien cae en ella queda atrapado y no sale más, tal como le sucede a la mosca. La hazaña consiste en estar rodeado continuamente por esa telaraña y sin embargo no enredarse en ella [1].
¿Cuál es la corriente de vida que hoy mueve mi alma fuera de esa telaraña? ¿Qué motiva y despierta mi corazón para hacerlo saltar cada mañana? ¿Qué es una corriente de vida? ¿Qué cosas me apasionan y me hacen verter lágrimas? No lágrimas de tristeza, sino de emoción y alegría profunda. ¿Qué cosas sacan lo mejor de mí, las fuerzas escondidas en mi interior?
Quiero descubrir esa corriente de vida que me ayuda a crecer más allá de mi carne. A elevarme por encima de mis miedos y tristezas. A ser capaz de lo mejor siendo yo tan débil. No lo dudo.
Me pongo en camino como un náufrago en busca de mi tierra. Soy yo un solitario que sólo desea encontrar el amor verdadero para poder seguir caminando. Más allá del cansancio. Soñando despierto con lo imposible. Me siento como ese pobre peregrino que no deja de ver la meta en medio de sus pasos. Perdida en un vasto horizonte.
Soy como el niño que se abraza a su padre para descansar un día eterno, no sólo un rato. Y vivir sin miedos de cara a un mañana lleno de probables logros y temibles fracasos. Quiero aprender a descifrar con Dios los misterios de mi alma y saber cuál es su voluntad escondida. Sus más leves deseos.
Leía el otro día: Conviene huir de una imagen demasiado pasiva de las existencias. Como que Dios fuese el que maneja los hilos y nosotros sólo marionetas que tenemos que dejarnos mover. A veces resulta excesivo pensar que Dios ‘quiere ’ que hagamos tal o cual cosa: ¿Me compro esto o no me lo compro? ¿Hago este viaje o no lo hago? ¿Leo este libro o este otro? Dios quiere que vivamos conforme al evangelio. De esto se trata. En realidad la voluntad de Dios no anula nuestra voluntad, ni nuestra libertad, sino que pasa por ellas. Lo que Dios quiere y sueña, para la vida de cada ser humano, es la capacidad de vivir con dignidad y abiertos a una trascendencia que nos devuelve al mundo para vivir en él construyendo el Reino [2].
Ese es el deseo de Dios. Quiero vivir abierto a Él, sumergido en Él. Quiero que me transcienda. Parece tan evidente, tan claro. Quiero saber dónde Dios desea que me abra a la vida que Él me regala. Busco dentro de mí esa corriente de vida que me deje adentrarme más hondo en su corazón abierto de Padre.
Surge así mi pregunta más verdadera. Detenido ante Dios, que quiere que descanse, me pregunto cuáles son sus deseos y cuáles son los míos. Su voz en mi alma, las voces de mi alma.
Sé que sólo descanso cuando me siento amado como soy, en la palma de su mano. Sin rechazo, sin desprecio. Mirado en mi verdad más pura. Querido en lo que soy ahora. No en lo que pudiera ser o haber sido. En lo que soy sin tapujos ni mentiras. Lleno de Él, vacío de mi orgullo. No turbado por ese vacío del mundo que no me da la paz que ansío. Son fuertes las corrientes del mundo. Que acentúan valores que no deseo. O me enfrentan con el mal que tampoco quiero. O con el mundo que me atrae sin medida despojándome de mi centro y de mi paz verdadera.
Y hoy escucho: Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras esté cerca. Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes.
Esos planes ocultos en los pliegues de la carne. Sus planes no siempre son mis planes. Su forma de pensar no es la mía. Me debato entre esa búsqueda obsesiva de espacios sagrados lejos del mundo y de los hombres, a solas con Dios, creyéndome seguro. Como pensando que la carne me hace daño y la temo. Busco a veces una soledad huidiza, esquivando los vínculos.
Y por otro lado tengo ese hondo deseo de amar la carne que es puente santo hacia el cielo. Entre los extremos de mi alma vislumbro a veces el querer de Dios que me invita a beber de las fuentes que dan vida eterna. Y me llenan con agua que sacia mi sed para siempre. Y para unos días aquí en la tierra.
Decía el P. Kentenich: A una época en la que se acentúa un extremo determinado, le sigue otra en la que se acentúa el extremo opuesto. Hemos tenido muy poco en cuenta la inmanencia de Dios, vale decir, la vida de Dios en los hombres, en las criaturas, y relegamos a Dios a algún rincón del cielo. Por eso resulta fácil comprender hoy la existencia de una contracorriente que acentúa exageradamente la inmanencia de Dios, al punto de llegar a igualarlo con las cosas concretas [3].
Esos extremos que se dan en mi alma, en cada hombre. Ese Dios ausente de lo pagano. Ese Dios inmanente en la carne. Yo busco a Dios presente en la inmanencia de mi vida. En lo concreto y cotidiano. Sin confundir las cosas. Lo busco en mis pasos cortos y rápidos. En mi voz callada y llena de silencios. Allí atisbo sus planes sencillos y concretos. Distintos de los míos más de una vez. Quiero ser fiel a esa corriente de vida que mueve mi alma. Como un torrente en bajada llenándome de lágrimas.
Y pienso, me pregunto: ¿Qué me da vida en mi interior? ¿Por dónde me lleva el amor de Dios? No quiero vivir estancado pensando que alguien debería tirar de mí. O exigirme cambios. Quiero atreverme a caminar solo sobre las aguas con Jesús, aunque tenga miedo. Él me espera en el camino, cuando estoy cansado. Y me sostiene al hundirme sin apenas darme cuenta. Me da miedo. Pero confío. Me abrazo a su brazo. Me sostiene.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios