Así cuenta la famosa actriz la violencia que sufrió de adolescente. Ningún descuento a la violencia, ninguna violencia a la vida inocente del hijo
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Amen siempre las adversativas. Las conjunciones que se oponen. Y sobre todo, una.
Una piedra, una sílaba plantada en el río de un discurso que no interesa y se va a otra parte. Como el río, no le importa nada la piedra, la rodea, en el peor de los casos se llena de espuma los lados, pero mientras tanto toma sus aguas claras y oscuras y se va.
Pero. No sin embargo, ni en cambio. Pero.
Pero. Pide tiempo, se toma un poco. Mientras tanto la piedra se queda ahí. Permanece. Se queda y dice algo distinto. Por naturaleza y sentido.
Así me presentaron el recurrente título en los diarios que cuentan lo que cuenta Claudia. Así me sugirieron los muchos títulos sobre Claudia Cardinale y su hijo.
Porque la protagonista es también el hijo y no sólo ella. El hijo, claramente, y su valentía de no desecharlo por arrastrar a otra corriente el recuerdo de aquello. De la violencia, del hombre grande, fuerte e ignoto. De las manos, el coche, los ruidos, el olor. De la desolación y la rabia. Pero de todas esas cosas no habla Claudia. No adorna, no se entretiene, no detalla.
Y el hijo es la piedra en el agua de la historia, la suya, su vida y la historia completa; la de todos, llena de muchas historias de violencia estúpida e igual durante los siglos y las latitudes. De hombres que en nombre de la fuerza y el impulso sexual buscan placer en una mujer a la que lastimarán, humillarán y quizá qué más. Y dejarán su semilla, claro.
“Un hombre que no conocía, mucho más grande que yo, me obligó a entrar a su coche y me violó. Fue horrible”.
Sigue una temeraria coma, un pero y luego la maravilla.
“(…), pero lo más bello es que de esa violencia nació mi maravilloso Patrick”.
Tenía 16 años, en Túnez donde nació.
Era adolescente, bella, deseada por muchos. Uno la tomó y se quedó embarazada. Estos son los hechos. Junto a los que siguieron.
Cuenta que nunca pensó en deshacerse de “su criatura”. Y que sus papás y su hermana, maravillosos, estaba todos de acuerdo con ella. El niño crecería con ellos. Como un hermano menor.
Detrás de estos hechos hay pocas cosas sólidas, pensadas, sabidas desde siempre, quizá. La conciencia de que un acto horrible y violento puede llevar a un embarazo. Que un embarazo es el único principio posible de una vida única. Si se interrumpe la vía, se interrumpe la vida.
Que el hijo que surgió de esa unión forzada y violenta no tenía ninguna culpa.
El hijo se llama Patrick porque nació en Londres, donde la joven y bella mamá fue rescatada por otro hombre, menos bestia, de manos de su violador que quería hacerla abortar.
Y Patrick es el santo a quien está dedicada la Iglesia en la que el niño fue bautizado.
Cristaldi es el productor que ayudó a Cardinale en ese difícil trance, quien también se reveló más tarde no tan buen hombre. No quería al niño en medio. Y la trató como una especie de empleada de la película. Cuatro películas al año, un sueldo mísero y mensual como para una empleaducha.
Nada, eso es todo.
Y así, por la cobardía de un bruto y el valor de una chica italiana y su familia, el mundo tuvo a Patrick. Y ningún óbolo depositado a la fuerza al tema de la violencia sobre las mujeres. Ahora.
Me pareció una bella historia. Lindo que haya salido.