Resulta que nuestro paladar no se refina con el tiempo, sino que se deteriora con la edad, así que vuestros hijos quizás no sean tan quisquillosos como pensáis.
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De niña, odiaba cualquier cosa que supiera a tomate. Desde la salsa para pasta hasta kétchup, si tenía aspecto u olor de tomate, comerlo era superior a mis fuerzas. Esta aversión persistió hasta bien entrados mis años universitarios, para sorpresa de mis compis de piso durante nuestro semestre en Roma. No podían entender por qué evitaba por norma las ofertas de pasta y pizza con base de tomate, compensando llenándome de pan y aceite de oliva (y ganando bastante peso en el proceso, claro está).
Así que me espanté cuando la primera comida que me sirvió mi futura suegra fue pechuga de pollo con guarnición de tomates, aceitunas y queso feta. Las aceitunas y el feta no me dan problemas, de hecho soy famosa por comerme botes enteros de aceitunas de pequeña, para repulsión de mis hermanos. Pero de esos tomates pequeños cortados en rodajas en el plato no podía escapar. No podía negarme a comer e insultar así la cocina de mi suegra. Tenía que comérmelos. Sí o sí.
Y eso hice. Acompañaba cada medio tomatito con cantidades considerables de aceitunas y feta para enmascarar el sabor, y a medida que avanzaba la comida empecé a darme cuenta de que no estaba odiando el plato. De hecho, casi parecía que me estaba gustando.
Después de aquello, me agradó descubrir toda una serie de delicias culinarias con base de tomate, y no creció poco mi orgullo al constatar que mi paladar se había refinado lo suficiente como para disfrutar por fin del rojo fruto. Durante la última década, he descubierto que cada vez me gustan más comidas que antes detestaba.
En mi mente, estaba desarrollando un paladar más refinado y sofisticado. En realidad, según un detallado ensayo de Anne Fadiman en The New Yorker, mi paladar se estaba deteriorando con la edad:
Según Linda Bartoshuk, científica que acuñó el término en 1991, los supercatadores [supertasters] son personas para las que la sal sabe más salada, el azúcar sabe más dulce, los pepinillos más agrios, las acelgas más amargas y la salsa Worcestershire más umami. (Umami, el denominado quinto sabor, es el sabor a jugoso o sabroso, sin ser salado, que aporta el glutamato). Sus lenguas tienen más —muchas más— papilas fungiformes, esas pequeñas protuberancias en forma de champiñón que contienen las papilas gustativas.
La autora lo estudió todo sobre las papilas fungiformes y su efecto sobre las papilas gustativas y las preferencias del gusto en un intento por entender por qué ella, hija de un loado amante y crítico del vino, odiaba el vino. Encontró su respuesta en el número de sus papilas fungiformes, aunque gracias a la investigadora del gusto Virginia Utermohlen también descubrió algunos vinos que de hecho sí disfrutaba.
Utermohlen fue también quien explicó que los niños evitan los sabores agrios y amargos porque sus papilas gustativas y sus papilas fungiformes son mucho más sensibles que las de los adultos. Nuestras papilas gustativas pierden sensibilidad con la edad, en parte debido a la decreciente capacidad de nuestras células para regenerarse.
Esto explica mi repentina afinidad por los tomates después de toda una vida de aversión, pero también explica por qué las espinacas hacen vomitar a mi hija y por qué dos de mis hijos detestan la fruta pero se comen alegremente las verduras.
Un alto número de papilas fungiformes también se asocia con el famoso fenómeno del cilantro, por el que una parte significativa de la población tiene una aversión visceral al cilantro, mientras que el resto lo encontramos suave e incluso placentero. Según parece, hay muchas comidas que causan reacciones extremas en los superdegustadores, como las coles de Bruselas, el queso de cabra y los rábanos.
Aunque, personalmente, doy gracias a que mi paladar se haya erosionado lo suficiente como para permitirme disfrutar los tomates, la lectura del ensayo de Fadiman me concedió mucha más empatía hacia las personas que son acusadas de tiquismiquis durante toda su vida cuando en realidad únicamente son superdegustadoras. Y, para ser sinceros, también me ha hecho solidarizarme mucho más por esa niña mía que vomita las espinacas. De ahora en adelante, quizás le permita hacer trueques con las verduras hasta que su paladar, como el mío, tenga tiempo para deteriorarse.