Semejanzas con el gobierno venezolano
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Filipinas tiene un presidente a quien llaman “El Castigador”, por quien la gente votó mayoritariamente. Como candidato, prometía acabar con el delito matando a todos los criminales. Sigue teniendo, para la “cruzada” contra las drogas que desarrolla, la aprobación de la ciudadanía. Paralelamente, se ha ganado la inquietud internacional y el frontal cuestionamiento de la Iglesia Católica por lo que, a todas luces, es un decreto de pena de muerte -sin declaratoria formal- con todas las consecuencias de la discrecionalidad, la más grave, que paguen justos por pecadores, principalmente quienes residen en las zonas marginales.
Rodrigo Duterte llegó al poder a finales del 2016. Su objetivo anunciado era eliminar a los criminales en seis meses. Para enero ya había 7.000 muertos. La guerra no para, por lo que ha amenazado con decretar ley marcial en el país. Las organizaciones de derechos humanos a nivel internacional están señalando a Duterte como parte de escuadrones de la muerte desde su gestión como alcalde de Davao (2009). Entonces ya proclamaba que si alguien ejercía una actividad ilegal en su territorio, era “objetivo legítimo de asesinato”. La ley estaba de más.
La Iglesia Católica filipina – la cual cuenta entre sus fieles al 80% de la nación- encabeza una campaña para que los feligreses denuncien los asesinatos, verdaderas matanzas durante las cuales no siempre se arremete contra criminales. Se aplican ejecuciones extrajudiciales donde han muerto mujeres y niños que nada tienen que ver con el conflicto. Duterte se burló en enero pasado de los sacerdotes y obispos católicos del país incitándolos a consumir metanfetaminas y acusándolos de “hipocresía” por criticar su violenta conflagración contra el narcotráfico, en un intento por desacreditarlos.
Tal vez los reparos de Duterte tengan que ver con el rol clave que la Iglesia jugó en la destitución del dictador Ferdinand Marcos en 1986 y en la dimisión del presidente Joseph Estrada en 2001, envuelto en escándalos de corrupción.
Los líderes de la Iglesia afirman, no obstante, que no están complotando para destituir a Duterte; simplemente piden detener los asesinatos en masa y seguir el debido proceso judicial. La última novedad que llega de Filipinas tiene todo el trazo de una medida retaliativa.
El Parlamento de ese país ha resuelto no renovar licencias de transmisión a 54 estaciones de radio católicas lo que podría traducirse, en la práctica, en amenaza de cierre. Las estaciones de la red llegan a 11 regiones y 35 provincias. Sus licencias expiraron en agosto pasado y los obispos solicitaron renovación pero los permisos, que deben ser extendidos por 25 años más, aún siguen engavetados en la cámara baja del Congreso filipino.
Procedimientos sancionatorios similares han ocurrido en Venezuela. No se han circunscrito a emisoras católicas pues no hay circuitos poderosos ni coberturas tan amplias gestionados por la Iglesia. Los cierres han sido masivos a medios independientes en razón de la condena del gobierno a sus políticas editoriales.
Esa defenestración, por tandas, ha permitido al oficialismo completar una hegemonía comunicacional que es el sello indeleble de todo régimen autoritario.
En 2009 silenciaron 34 emisoras de radio. Un total de 27 emisoras de radio en Frecuencia Modulada (FM) dejaron de escucharse en el país durante el año 2011 por instrucción de la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel).
En lo que va de 2017, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa (Sntp) registra que al menos 49 medios de comunicación han sido cerrados en el país. Ello viola el derecho a la información, limita el derecho a opinar y cercena el derecho al trabajo. Ello implicó mucha gente despedida, muchas familias sin ingresos en momentos de tanta necesidad en Venezuela.
Cuando llegan noticias como la medida que afecta a las emisoras de radio filipinas, no podemos sino hacer memoria de la reláfica venezolana y pronosticar que ese retraso en la cámara se dirige a un desenlace: la salida del aire de las emisoras católicas. Probablemente, el epílogo sea, como lo fue en Venezuela, ceder esas frecuencias a la “democratización de la información” y entregarlas a emisoras “comunitarias y populares” que divulguen la narrativa oficial.