Paul Claudel (1868-1955) fue uno de los principales poetas y dramaturgos del siglo pasado. Pero también fue un ferviente católico, convertido el 25 de diciembre de 1886, durante las vísperas de Notre-Dame de París. Fue en este mismo lugar donde hizo su segunda comunión, en 1890, y donde, en febrero de 1955, la melodía del ‘Magnificat’ acompañó sus restos.Como señala François Angelier en la biografía titulada Paul Claudel, “su esfuerzo, el de una vida de ochenta y siete años, fue por hacer de la eternidad transitable, por canalizar en un camino practicable el inexorable flujo de alegría que se le abrió en 1886”.
Y en efecto, toda la obra de Paul Claudel, ya sea teatral (Le Père humilié), poética (Cinco grandes odas) o exegética (Un poète regarde la Croix), es a la vez apertura y profundización de su recorrido espiritual. El propio Paul Claudel, admirador y defensor de Gilbert Keith Chesterton, converso también, no dudó en retomar la imagen del autor inglés de una cruz semejante a un poste indicador de cuatro direcciones.
Nada en su familia lo predestinaba a una vocación espiritual. Su madre era casi tan insensible a la práctica religiosa como su padre era anticlerical. Por lo tanto, es por conveniencia que cumple con los dos primeros sacramentos.
La primera comunión, como él mismo explica en Ma conversion, es “a la vez el clímax y el término” de las prácticas religiosas para muchos jóvenes de su tiempo. De adolescente, no se considera creyente. Su ingreso en el famoso instituto Louis-le-Grand de París no hace más que acentuar esta forma de vida alejada de la espiritualidad.
De hecho, el joven Paul Claudel, que también se acompañaba de Marcel Schwob y Léon Daudet, frecuentaba a la élite intelectual parisina, que había perdido en gran medida el sentido de lo sagrado.
Un encuentro que cambia su vida
Sin embargo, el joven Paul, entre la adolescencia y la edad adulta, sentía que no estaba llevando una vida moral, y se sentía profundamente incómodo al respecto. Descubrió la angustia de la muerte después de la muerte de su abuelo, pero ni siquiera pensó en las respuestas que la fe puede ofrecer en tales pruebas. Ya no soportaba, al final del instituto, los cursos filosóficos a la gloria de Kant y la Razón.
Y desde el punto de vista familiar, la tensión era igual de punzante: bajo falsas apariencias de tranquilidad, alentadas por una situación económica paterna estable, las relaciones eran complejas con su hermana Camille y sus padres. Buscando una especie de salvación estética, Paul Claudel se volvió hacia la poesía y la belleza de la naturaleza, y fue al encuentro de Stéphane Mallarmé.
Pero fue otro gran poeta el que marcó su vida para siempre, así como la primera etapa de su conversión a la fe católica, ya que la descubrió en este famoso año 1886: Arthur Rimbaud. Siente en las Iluminaciones la fuerza de lo sobrenatural. Vislumbra una mística que lo purifica de la atmósfera racional y materialista en la que se baña el entorno intelectual parisino de este final del siglo XIX. A lo largo de su carrera se inspiró en la obra de este poeta-profeta, como lo demuestra este extracto de sus Mémoires improvisés:
“Rimbaud ha ejercido sobre mí una influencia seminal”, “no veo qué podría haber sido yo si el encuentro de Rimbaud no me hubiera dado un impulso absolutamente esencial”. “Seminal” y “esencial”: sin duda alguna, el joven poeta Rimbaud fue un “padre espiritual” para Claudel.
Indudablemente, no fue casualidad que, entre la lectura de Rimbaud y la conversión en Notre-Dame de París, Claudel escribiera en agosto de 1886 un largo poema titulado Para la misa de los hombres. Pero el Cristo esbozado en este texto (que Claudel considerará a posteriori mediocre desde un punto de vista formal pero importante en su desarrollo espiritual) afirma todavía —por el momento— que no es hijo de Dios.
La revelación
Finalmente llega el famoso episodio de la Navidad de 1886 en Notre-Dame, que se desarrolla durante las vísperas. Suena el Magnificat. “En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla” (Ma conversion, publicada el 13 de octubre de 1913 en la Revue de la jeunesse).
La fe llega repentina, simple, poderosa e irrevocablemente al corazón de Paul, que tiene dieciocho años. Es definitivo, pero le falta asumirlo, digerirlo. Aunque desde entonces lee la teología cristiana y frecuenta la iglesia, no se atreve a hablar de ello ni a sus allegados ni a sus padres. Ni uno solo de sus amigos es practicante.
Otro problema que se le presenta es el vínculo que establecer entre sus aspiraciones poéticas y sus nuevas aspiraciones religiosas. ¿Cuál es el posible equilibrio entre su cultura, sus concepciones literarias y su fe?
Una carta a Louis Gillet, fechada el 10 de noviembre de 1941, relata bien estas dificultades: “De un lado, el mundo de la realidad sensible, que era, para mi joven vocación poética, el mundo de la belleza y la alegría, también de los deseos y las pasiones; de otro, ese mundo fuera de aquel, tan potente, tan desgarrador, pero al mismo tiempo tan temible, que se acababa de mostrar a mi alma con una autoridad invencible”.
Cuatro años antes, había expresado su angustia hablando del fulgor de su fe como una concepción o un parto o, más bien, como un niño del que de repente hay que cuidar: “Esta especie de niño enorme entre los brazos, e informa de un montón de absurdos y de certezas indignantes (…), este fardo que acababa de plantarme locuras en mis brazos”. (Lettres à l’ange gardien, 1937). Aunque su alma está liberada, siente el peso que implica un compromiso cristiano total.
Asumir su fe
Pero el hecho de rezar en secreto le resulta intolerable. Cuando se enteró de la conversión tardía de Charles Baudelaire, otro poeta al que admiraba, finalmente decidió, en 1889, ir a ver a un sacerdote (el abad Jouin), de Saint-Médard, su parroquia.
El cura le ordenó que confesara su conversión a su familia y se mostró relativamente insensible al viaje espiritual del joven artista. Paul se sintió profundamente decepcionado: “Jamás había experimentado un horror y agonía parecidos al que sufrí el día de mi primera confesión” (Carta a Jacques Rivière, 1907).
Tras un año más de espera, volvió a Saint-Médard. Esta vez, encontró a otro eclesiástico, más comprensivo, y, en especial, al abad Villaume, que sería su director espiritual y por quien se sintió en deuda hasta el fin de sus días. El 25 de diciembre de 1890, Paul Claudel cerró el ciclo: comulgó, por segunda vez en su vida y en Notre-Dame, en el mismo lugar donde fue tocado por la gracia cuatro años antes y donde tendría lugar su funeral sesenta y cinco años después.
Al igual que G. K. Chesterton, Claudel fue reservado sobre el tema de su conversión. Él cree, eso es todo. No hay necesidad de análisis intelectualizantes o autosatisfechos. Su relato más conocido, Ma conversion, lo escribirá dieciocho años después.
Claramente, sintió la necesidad de tomar perspectiva. Como dijo su amigo Louis Matignon: “La gracia actúa de forma gradual; cuando se comprende la alusión, cuando las lecciones se han trasladado, el acontecimiento sobrenatural aparece al individuo con todo su sentido y todo su alivio”. (Conferencia en Lovaina, 1927).
Claudel compartió su experiencia también con algunos corresponsales, como Gabriel Frizeau (1904) o en particular Louis Gillet (1941), así como en poemas como el tercero de Cinco grandes odas, o el convenientemente titulado 25 décembre 1886, escrito en ese terrible año 1942 y que contiene unos versos libres, que no dispersos:
“Rien à faire contre cette éruption comme le monde au fond de mes entrailles de la foi !
Rien à faire contre cette voix avant que le monde fut qui me dit : tu es à Moi !
Rien à faire contre l’impétuosité, comme quelqu’un du haut en bas qui se fend, de la bête qui dit : ‘Je crois !’”
Aquí ofrecemos una traducción literal de estos versos:
“¡Nada que hacer contra esta erupción como el mundo en el fondo de mis entrañas de la fe!
Nada que hacer contra esta voz que desde antes del mundo me dijo: ¡eres Mío!
Nada que hacer contra la impetuosidad, como alguien que de arriba abajo se parte, de la bestia que dice: ‘¡Yo creo!’”