El mercado, la conciliación y la risa de los niños
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En un mundo globalizado donde la competencia corporativa es feroz, la presión para sobrevivir en el mercado no sólo alcanza a las grandes multinacionales sino que, de forma eslabonada, se va extendiendo por todo el entramado económico y social.
La inmediatez económica del mercado genera cambios sobre la visión de la sociedad que nos sustenta. En una sociedad cada vez más competitiva, los proyectos familiares se van convirtiendo en competidores por el tiempo disponible que se precisa para mantener el tono en el mercado. Esto conlleva a una visión contrapuesta entre familia y empresa.
Las decisiones del proyecto personal, en suma, acaban condicionadas por las del proyecto profesional. Esto implica irremediablemente que un proyecto personal tiene un coste que debe ser racionalmente estimado.
De igual manera que un planifica al adquisición de una vivienda, en el mejor de los casos, las parejas planifican su proyecto de vida internalizando estas condiciones del mercado. Cuándo formar una familia, cuándo tener hijos y cuántos, qué tipo de vida familiar desean tener, pasan a ser cuestiones en las que la empresa está presente de forma inadvertida y obligada. En la mítica y alegórica escena cinematográfica de Woody Allen en la que en el lecho conyugal se encuentran también los padres de cada uno, habría que añadirle un hueco más para la empresa.
El problema es que desde la dimensión social la pirámide demográfica muestran una compleja situación en países como España donde el futuro se ve comprometido, poniéndose en mayor relevancia la sostenibilidad del sistema de pensiones en tanto que es un sistema de reparto y no de capitalización.
Es decir, que los pensionistas reciben su prestación de los que en ese momento están trabajando y no de lo que durante su periodo laboral han estado capitalizando. Por lo tanto, una pirámide demográfica que muestra una reducción en su base, en tanto que la tasa de natalidad va en descenso, nos vaticina un futuro en el que la percepción de las pensiones se va a ser seriamente comprometida a pesar de haber devengado los derechos necesarios.
Para nuestro desarrollo económico, se ha puesto mucho énfasis en implementar políticas para la reactivación de la actividad económica y del crecimiento, en la mayoría de veces no necesariamente sostenido, pero inmediato que facilite, al menos, el rédito necesario para los horizontes cortoplacistas de una forma de hacer política más tendente a los titulares y eslóganes que a una reflexión profunda de lo que nos es común.
Así pues, poco énfasis se pone en el desarrollo de políticas sobre la familia. Más preocupados por la ola de lo políticamente correcto, todavía encerrados en debatir qué es familia, si son galgos o podencos, se nos va escapando la oportunidad de desarrollar políticas contundentes para la ayuda a las familias, como núcleo esencial en nuestra sociedad y para nuestro futuro.
Intentos hay. La Ley 39/1999 de 5 de noviembre para la conciliación de la vida familiar y laboral reflejó la necesidad de reflejar los derechos de los trabajadores para conciliar vida laboral y familiar. Esta ley recoge una serie de permisos, posibilidades de excedencias y reducciones de jornada para facilitar la conciliación. Si el mercado por sí mismo protegiera esta conciliación no hubiera sido necesario proteger algo tan esencial pero la realidad no es así.
Es así que la conciliación se sigue entendiendo como una carga en la cuenta de resultados de la empresa y no necesariamente como una inversión en recursos humanos y mucho menos como una ventaja competitiva. Sólo las grandes empresas e internacionalizadas muestran mayor propensión a desarrollar planes de conciliación familiar más allá de lo que exige estrictamente la ley.
Esta propensión también dependerá del tipo de sector de actividad y del puesto de trabajo que se desempeña. Los empleos de servicios administración donde además puede flexibilizarse el horario con teletrabajo serán más tendentes a la conciliación. No obstante, a veces esta flexibilidad de horarios puede entrañar una trampa en la que la simultaneidad de tareas y la dificultad para conciliarlas simplemente se han trasladado de sede, se han pasado de la empresa a la casa.
Aunque cada vez se considere más el debate de la conciliación en el ámbito abierto de lo común, la cultura organizativa de nuestras empresas todavía no han mutado en lo profundo y se sigue considerando un problemática. Se tiende a pensar que si un compañero/a se descarga en virtud de la conciliación inevitablemente carga al resto del equipo con tareas extras.
Es urgente y necesario a nivel social y económico que tomemos en consideración la necesidad de la conciliación, pero no como coste en la cuenta de resultados ni como sobrecarga de trabajo en el equipo.
Se requiere que las políticas y los planes que desarrollemos aborden la cultura organizativa de nuestras empresas para ayudarnos a comprender que la conciliación no se pelea con el rendimiento empresarial sino que además puede fomentarlo. Los empleados no viven una dualidad disociada en la que o bien trabajan o bien tienen proyectos de vida personal.
Por lo tanto, si un empleado puede conciliar, las tensiones internas en lo personal y en lo laboral pueden reducirse y favorecer un clima de trabajo mejor, lo que está relacionado con un mejor rendimiento.
Por otra parte, en un mercado laboral con trabajadores heterogéneos en cualificación y destreza, es normal y racional que aquellos que disponen de mejor cualificación y capacidad de rendir acaben prefiriendo empresas con planes de conciliación laboral más ambiciosos. Por lo tanto, la conciliación puede convertirse en ventaja competitiva estratégica, una inversión, y no un coste, que mejoraría el rendimiento y sus cuentas de resultados.
Pero como es normal en el ámbito de lo común, el mercado en su inmediatez difícilmente da respuesta a esta necesidad económica y social en el medio y largo plazo salvo que desde la Administración se realicen los pasos adecuados y eficaces para hacer inevitable que la cultura organizativa se vaya transformando.
Tal vez aún estemos a tiempo. Si perdemos el tren es posible que dentro de unas décadas nos preguntemos cómo hemos llegado a una sociedad envejecida, individualizada y autómata en la que por las calles ya no se perciben las risas de los niños.