Sentimos un vacío. Nos duele. Nos entristece. ¿Por qué nos sucede esto si son, en realidad, unos desconocidos? Porque quizá no lo sean tanto…
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Siempre han desaparecido grandes artistas, pero quizá hoy en día la existencia de los medios digitales, que nos brindan la posibilidad de compartir la noticia en el momento, nos ha permitido poder compartir las reacciones a la pérdida y los homenajes y universalizar nuestros buenos sentimientos hacia el cantante en cuestión, así como nuestras condolencias.
Antes de las redes sociales vivíamos nuestra vida de modo “analógico”, nuestros gustos musicales eran los de nuestro pequeño grupo de amigos, pero, gracias a Internet, somos conscientes de que los fans de un artista formamos parte de algo mayor.
Sus canciones son las que han unido y conformado a toda una generación. Ante la desaparición de ese pegamento cultural brota una especie de colectivización de los recuerdos de forma que una persona en Inglaterra puede sentirse tan afligida como una en Italia o en España.
Esos cantantes fueron capaces de poner melodía y letra a nuestras esperanzas, sueños y también miedos e inseguridades. Por eso, cuando fallece uno de nuestros artistas favoritos es normal que sintamos cierto desasosiego.
Porque hemos perdido a aquel artista que elegimos para nuestro baile nupcial, el que escuchábamos mientras viajábamos en coche cuando éramos niños con nuestros padres o cuando nos sentíamos unos adolescentes incomprendidos.
Con su marcha también se nos va la posibilidad de que ponga nueva música a otros momentos, grandes y pequeños, de nuestras vidas.
La explicación a esa alquimia perfecta entre cantante y fan nos la da el Papa Juan Pablo II en su carta a los artistas cuando asegura que “toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo”.
Así, ese artista desaparecido habrá llegado a lo más profundo de varios seres humanos creando de esta forma una comunidad de personas que hallaron en esas canciones, simple y llanamente, la belleza.
En un concierto hace unos años, al sonar las primeras notas de la canción más famosa del grupo, uno de los asistentes gritó espontáneamente: “¡Eres Dios!” En el público todos aplaudimos enardecidamente.
No es que nadie pensase que ese artista fuera Dios, sino que, probablemente, a esa persona su música le permitió tener experiencia de la belleza, le remitió, por tanto, al origen de la misma y le hizo exclamar: “¡Eres Dios!”.
El artista, como vehículo de la belleza, posibilita una especie de “puente tendido hacia la experiencia religiosa” (carta a los artistas Juan Pablo II) incluso cuando no se trata de un artista cercano a la fe o la Iglesia. Por eso, haber perdido a quien nos ha dado tanto, duele…
Porque la búsqueda de la belleza “es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio”, nos explica la carta del Papa santo; porque de frente a la pérdida de alguien que te ha da tanto, no es posible permanecer impasible. ¡Pero que nadie se aflija! Por fortuna, siempre nos quedará la música.