No se vive solo para morir sino para vivir más en la eternidad, y la muerte es su “a través”
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Mi asistencia al sepelio era inevitable. Se trataba del esposo de mi amiga que había muerto en la flor de su vida por un fatal accidente. Al entrar al recinto, en mis primeros pasos, saludé con vaga atención a algunos de los asistentes mientras buscaba con mirada expectante a Martha, su viuda, a quien me acerqué a consolar con un nudo en la garganta.
Me correspondió con un afectuoso abrazo y una sonrisa agradecida, con la actitud serena de quien sufre humanamente pero que a la vez se sostiene en la esperanza. Martha siempre ha sido de vida interior, lo mismo que su esposo.
Fui a consolar, y con su testimonio salí consolada. También con la determinación de, al igual que Martha, transitar por este mundo sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte.
Ahora, aún cuando veo lejos la ancianidad y gozo de salud, he decidido poner en orden mis documentos y ordenar mi vida de cara a la verdad, de cara a la verdad de que si bien todos aspiramos vivir una larga vida, lo cierto es que así como un día venimos a la vida, posiblemente de manera imprevista otro día nos iremos.
Recuerdo haber leído que “a la muerte, ni temerle, ni ignorarla” y que así, como en una tarde triste de otoño caen las hojas muertas, así caen cada día las almas en la eternidad y que un día la hoja caída seremos nosotros.
Y la eternidad es Dios.
Debo admitir que hubo un tiempo en que me parecía que solo se morían los demás, que la muerte o el dolor eran algo que podía relegarse al olvido mientras no nos visitara en algún familiar, amigo o simple conocido. Lo cierto era que en realidad les temía, así que evitaba en lo posible asistir a hospitales, funerales o leer las esquelas de los periódicos y en las redes sociales.
Apostando a la buena vida sobre la vida buena, había aprendido a no pensar en que la vida humana es finita y contingente, lo hacía con buena intención pero con malos resultados, pues apostando a la buena vida, atendía solo lo sensible olvidando mi condición de ser espiritual y mi natural necesidad de interioridad.
Ahora, he entendido que es desde su interioridad, como el hombre logra no el éxito de una “plenitud” fabricada que la sociedad celebra, y en la que en realidad se está dejando de vivir, sino la plenitud de su ser por la que es capaz de vivir y morir con verdadero sentido personal.
Si comparamos un árbol de apariencia frondosa pero que nunca da frutos con otro que si los da podemos afirmar con veracidad que existe más vida en el segundo.
Lo mismo sucede con las personas.
Están más vivos quienes:
- Poseen una correcta unidad de vida, quienes logran una estable armonía interior y no poseen doble o triple personalidad.
- Quienes no se dejan llevar por multitud de imprevistos externos, porque han entendido que cualquier motivo para perder la paz interior, es un mal motivo.
- Son fieles a Dios, a su esposa, a su familia, a sus amigos, a su trabajo, a las normas cívicas vigentes.
- Subordinan sus apetitos a su razón.
- Adquieren virtudes para convivir en familia.
- Por sus virtudes participan más en sociedad.
- Tienen una libertad responsable y comprometida por amor.
Y muchas más actitudes en las que se elige la vida buena sobre la buena vida…
En definitiva, están más vivos quienes han descubierto su rico mundo interior y tienen facilidad para advertir la intimidad de los demás.
¿Cómo vivir la muerte? Aceptándola y edificando con nuestra vida personal.
Y, como Martha mí querida amiga, viviendo con la virtud de la esperanza.
Aceptar algo es siempre respecto de alguien, y ese alguien no es sino quien ha querido nuestra vida y quien permite nuestra muerte, es decir, en manos de quien está la vida y la muerte de cada hombre: Dios.
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