En el acto más complicado de la visita del Papa Francisco a Chile, Papa Francisco mandó un importante mensaje a quienes apelan por la violencia en América LatinaLa escala de Temuco era probablemente la más difícil de la gira papal. El Papa había decidido viajar al corazón de un conflicto que desde hace años viene dejando como consecuencias severos daños, centenares de camiones quemados y trabajadores perjudicados, parroquias y capillas católicas incendiadas, además de templos evangélicos, un estudiante que perdió la vida en una toma y un matrimonio de propietarios asesinado, entre otras manchas en la convivencia pacífica de un país que es de los más estables de la región.
El conflicto surge de un reclamo por tierras que miembros de la etnia Mapuche realizan tanto al Estado como a actores privados. Aunque durante la segunda mitad del siglo XX progresivamente los mapuches han ido denunciando un avasallamiento sobre su pueblo, en sus reclamos, desde hace 20 años, se han ido radicalizando grupos que en el marco de su reivindicación llegan a reclamar el reconocimiento a un Estado mapuche independiente a través de actos delictivos, en general incendiarios.
Desde 2014, se registraron cerca de mil ataques en el territorio de la Araucanía, cuyo 15% de hecho hoy está bajo control mapuche. Se trata de grupos minoritarios que utilizan acciones guerrilleras, que injustamente están tiñendo de esos términos violentos a una etnia que en otras circunstancias, y aún compartiendo reclamos, convive de manera absolutamente pacífica e integrada.
Distintos ataques de los que ya se ha informado se registraron en las horas previas a la llegada del Papa. La tensión, por la seguridad del Pontífice, era extrema. Y la expectativa por la homilía del Papa Francisco altísima. Y el Papa, en un mensaje lleno de intertextualidades con la región, con autores chilenos, con palabras en mapudungún (la lengua mapuche, cuya traducción es “lengua de la tierra”), no eludió ningún punto del conflicto. Y dio ideas que van más allá del conflicto mapuche, mensajes ineludibles para quienes aún con justos reclamos apelan a la violencia, como muchos incluso en el nombre de Cristo lo han hecho y lo hacen en América Latina.
Comenzó saludando en mapudungún y proclamando un elogio ineludible a la región “tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias, sus majestuosos volcanes nevados, sus lagos y ríos llenos de vida”, con una referencia a la poetisa chilena Gabriela Mistral. Pero casi inmediatamente reconoció, citando en esta ocasión a Violeta Parra, que “Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar”.
Como en la buena retórica, el Papa comienza concediendo al otro lo justo de su reconocimiento, el Papa reconoce que en la región hay belleza, pero también pena y dolor. “La entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros pueblos, un dolor para ser redimido. En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que ‘todos sean uno’ (Jn 17,21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas!”, dijo el Papa en referencia al Evangelio leído y a años de injusticia en la relación entre los pueblos.
Es en torno a la unidad anhelada por Jesús en su oración que el Papa propone en su homilía una idea que masculla desde sus años en el Colegio Máximo, de San Miguel, cuando organizaba congresos sobre inculturación: “Una de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad. Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, que todos sean idénticos; ya que la unidad no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias. La unidad no es un simulacro ni de integración forzada ni de marginación armonizada. La riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una separación que no reconozca la bondad de los demás”, propuso el Papa.
“La unidad pedida y ofrecida por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura está invitada a aportar en esta bendita tierra. La unidad es una diversidad reconciliada porque no tolera que en su nombre se legitimen las injusticias personales o comunitarias. Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o culturas inferiores”, completó el Papa.
Condena a dos formas de violencias
En su homilía, el Papa pide trabajar la unidad “desde el reconocimiento y la solidaridad”, pero aclara que se “puede aceptar cualquier medio para lograr este fin”. Y antes de mencionar la violencia explícita advierte que “la elaboración de ‘bellos acuerdos que nunca llegan a concretarse” también son una forma de violencia porque “frustra la esperanza”. La advertencia es clara, tras años y años de diálogos infructuosos de planes, como dice el Papa, “que al no volverse concretos terminan ‘borrando con el codo, lo escrito con la mano’”.
La segunda forma de violencia que cuestiona el Papa es la más explícita: “En segundo lugar, es imprescindible defender que una cultura del reconocimiento mutuo no puede construirse en base a la violencia y destrucción que termina cobrándose vidas humanas. No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro, porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división. La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa”.
El Papa no adjudica a los mapuches esa advertencia, no por cuestiones sólo políticas, sino porque sus palabras justamente tienen más destinatarios. En su homilía en la Misa de Temuco el Papa aborda una cuestión de fondo que emerge con los mapuches en la Araucanía, y crecientemente en la Patagonia Argentina, pero que tiene expresiones en todo el mundo.
En la Araucanía, sin embargo, llega en un momento justo, como apoyo a quienes rechazando la violencia viven y tejen el arte de la unidad.
Leer la homilía completa
“Mari, Mari” (Buenos días)
“Küme tünngün ta niemün” (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).
Doy gracias a Dios por permitirme visitar esta linda parte de nuestro continente, la Araucanía: Tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias —el quinto elogio realizado por Gabriela Mistral a esta tierra chilena—, sus majestuosos volcanes nevados, sus lagos y ríos llenos de vida.
Este paisaje nos eleva a Dios y es fácil ver su mano en cada criatura. Multitud de generaciones de hombres y mujeres han amado y aman este suelo con celosa gratitud. Y quiero detenerme y saludar de manera especial a los miembros del pueblo Mapuche, así como también a los demás pueblos originarios que viven en estas tierras australes: rapanui (Isla de Pascua), aymara, quechua, atacameños, y tantos otros.
Esta tierra, si la miramos con ojos de turista, nos dejará extasiados, y luego seguiremos nuestro rumbo sin más; y acordándonos de los lindos paisajes, pero si nos acercamos a su suelo, lo escucharemos cantar y cantar con tristeza: “Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar”.
En este contexto de acción de gracias por esta tierra y por su gente, pero también de pena y dolor, celebramos la Eucaristía. Y lo hacemos en este aeródromo de Maquehue, en el cual tuvieron lugar graves violaciones de derechos humanos. Esta celebración la ofrecemos por todos los que sufrieron y murieron, y por los que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas injusticias. Y recordando estas cosas nos quedamos un instante de silencio, ante tanto dolor y ante tanta injusticia.
La entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros pueblos, un dolor para ser redimido.
En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que “todos sean uno” (Jn 17,21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas!
Hoy nos queremos agarrar a esta oración de Jesús, queremos entrar con Él en este huerto de dolor, también con nuestros dolores, para pedirle al Padre con Jesús: que también nosotros seamos uno. No permitas que nos gane el enfrentamiento ni la división.
Esta unidad, clamada por Jesús, es un don que hay que pedir con insistencia por el bien de nuestra tierra y de sus hijos. Y es necesario estar atentos a posibles tentaciones que pueden aparecer y “contaminar desde la raíz” este don que Dios nos quiere regalar y con el que nos invita a ser auténticos protagonistas de la historia. ¿Cuáles son esas tentaciones?
1. Los falsos sinónimos
Una de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad. Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, que todos sean idénticos; ya que la unidad no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias. La unidad no es un simulacro ni de integración forzada ni de marginación armonizada.
La riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una separación que no reconozca la bondad de los demás.
La unidad pedida y ofrecida por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura está invitada a aportar en esta bendita tierra. La unidad es una diversidad reconciliada porque no tolera que en su nombre se legitimen las injusticias personales o comunitarias. Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o culturas inferiores.
Un bello “chamal” requiere de tejedores que sepan el arte de armonizar los diferentes materiales y colores; que sepan darle tiempo a cada cosa y a cada etapa. Se podrá imitar industrialmente, pero todos reconoceremos que es una prenda sintéticamente compactada. El arte de la unidad necesita y reclama auténticos artesanos que sepan armonizar las diferencias en los “talleres” de los poblados, de los caminos, de las plazas y paisajes.
No es un arte de escritorio la unidad ni tampoco de documentos, es un arte de la escucha y del reconocimiento. En eso radica su belleza y también su resistencia al paso del tiempo y de las inclemencias que tendrá que enfrentar.
La unidad que nuestros pueblos necesitan reclama que nos escuchemos, pero principalmente que nos reconozcamos, que no significa tan solo “recibir información sobre los demás, sino de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros”.
Esto nos introduce en el camino de la solidaridad como forma de tejer la unidad, como forma de construir la historia; esa solidaridad que nos lleva a decir: nos necesitamos desde nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma que tenemos contra la “deforestación” de la esperanza. Por eso pedimos: Señor, haznos artesanos de unidad.
2. Otra tentación puede venir en consideración de cuáles son las armas de la unidad.
La unidad, si quiere construirse desde el reconocimiento y la solidaridad, no puede aceptar cualquier medio para lograr este fin. Existen dos formas de violencia que más que impulsar los procesos de unidad y reconciliación terminan amenazándolos. En primer lugar, debemos estar atentos a la elaboración de “bellos” acuerdos que nunca llegan a concretarse. Bonitas palabras, planes acabados, sí —y necesarios—, pero que al no volverse concretos terminan “borrando con el codo, lo escrito con la mano”. Esto también es violencia, y ¿Por qué? porque frustra la esperanza.
En segundo lugar, es imprescindible defender que una cultura del reconocimiento mutuo no puede construirse en base a la violencia y destrucción que termina cobrándose vidas humanas. No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro, porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división.
La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa. Por eso decimos “no a la violencia que destruye”, en ninguna de sus dos formas.
Estas actitudes son como lava de volcán que todo arrasa, todo quema, dejando a su paso solo esterilidad y desolación. Busquemos, en cambio, y no nos cansemos de buscar el diálogo para la unidad. Por eso decimos con fuerza: Señor, haznos artesanos de unidad.
Todos nosotros que, en cierta medida, somos pueblo de la tierra (Gn 2,7) estamos llamados al (Küme Mongen) al Bien vivir, al Buen vivir, como nos lo recuerda la sabiduría ancestral del pueblo Mapuche.
¡Cuánto camino a recorrer, cuánto para aprender el Küme Mongen! Un anhelo hondo que brota no solo de nuestros corazones, sino que resuena como un grito, como un canto en toda la creación. Por eso, hermanos, por los hijos de esta tierra, por los hijos de sus hijos, digamos con Jesús al Padre: que también nosotros seamos uno. ¡Señor haznos artesanos de unidad!
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