La soledad es un problema que afecta, sobre todo, a personas mayores de aquellos países más ricos, con baja natalidad y en grandes ciudades, donde millones de personas que van, entran, salen, suben, bajan, pasan y vuelven a pasar pero se las ve como objetos.
Un tercio de la población europea mayor de 65 años, vive sola, según Eurostat. No quiere esto decir que “sufre” soledad, porque hay personas que quieren vivir solas libremente. Pero sí que son muchas las que lo sufren, tantas que hasta la Primer Ministro de Gran Bretaña, Theresa May ha creado una Secretaría de Estado para la Soledad, con el fin de abordar y paliar “el problema de la soledad” que afecta a nueve millones de británicos, según datos de la Cruz Roja. Es decir que para May la soledad es “un problema de Estado”.
La soledad es la “enfermedad” de la gente mayor de los países más avanzados. Son personas que han trabajado duro para conseguir un Estado del Bienestar que todos disfrutan, y ahora, al final de su vida se ven desatendidas, alejadas y ninguneadas por la sociedad. Esta “enfermedad” de la soledad tiene un motivo de fondo: la ausencia de seres queridos que quieran acompañar a las personas mayores hasta el final de sus días.
La soledad puede generar enfermedades como la depresión y otras patologías de origen nervioso tan frecuentes en nuestros días.
El problema preocupa también en Finlandia, Suecia, Francia, Estados Unidos, España, Dinamarca (el país europeo más envejecido) y en todos los países donde la población mayor aumenta sin que sea sustituida por las personas que nacen, a causa de la baja natalidad.
Además, según las estadísticas europeas, el número de mujeres que viven solas duplica al número de hombres. Esto es debido, en parte, a que la media de edad de vida del hombre está dos o tres años por debajo de las mujeres.
La llamada “enfermedad” de la soledad no la crea la falta de residencias o de instituciones gubernamentales y privadas, o de voluntarios que se ocupan de la gente mayor, sino fundamentalmente en la falta de sus seres queridos. En otras palabras, estas personas necesitan cariño, cariño familiar, calor de hogar, y esto no lo resuelve solo una Secretaría de Estado o los voluntarios, aunque pueda paliar bastante el problema.
Un día compré un libro usado y entre sus páginas estaba un papelito escrito a mano. Decía: “Me llamo XX, tengo 54 años, soy creyente. Me gustaría encontrar a un señor creyente, educado y culto con el que compartir la vida. Si estás libre, anímate, y llama al tel. XXXX”. No sé cuánto tiempo llevaría entre esas páginas aquel retazo de papel. Y ¿quién era la señora de 54 años? ¿Quién estaba detrás de este nombre de mujer y este teléfono? Tuve muchas ganas de averiguarlo.
Consulté con algunos amigos y todos coincidieron que se trataba de una mujer sola, con un matrimonio roto, que tenía probablemente uno o dos hijos, los cuales, por el motivo que sea, se encontraban lejos de ella. En definitiva se trata de una mujer que no quiere estar sola y que le viene encima el síndrome de la soledad.
A veces pienso –cuando se tienen tan pocos hijos– ¿no habrá habido un poco de egoísmo? En el caso anterior, no se trataba de una mujer a la que le faltaba una pensión, ni medios económicos, sino cariño. Y ¿quién puede dar más cariño, fuera de los tuyos? ¿Pueden sustituir los voluntarios o las sesiones de psicología el cariño de una familia?
Muchos creyentes han vencido la soledad –cuando esta no es de origen patológico– mediante el ejercicio de la piedad y la práctica religiosa. Como hijos de Dios, y con la compañía siempre presente y real de Jesús, María y José, los ángeles y la Comunión de los Santos, la soledad tiene difícil, no ya su entrada, sino su permanencia en un alma creyente.
¿A qué le tienes miedo en tu vejez? ¿A estar solo?, le pregunté a un taxista que seguía en el volante a pesar de haber superado la edad de jubilación. Me contestó: “Sí. A nadie le gusta la soledad”.