La preocupación por el medio ambiente ha hecho que aparezcan ideas que promueven la contracepción. ¿Están en lo cierto?
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El miedo es una pasión que puede llegar a paralizarnos. O nos puede mover a actuar de forma distinta a la lógica. Hay miedos que bloquean, que impiden a uno actuar con total libertad, miedos que no dejan que la razón opere con normalidad.
El miedo puede desatarse ante lo desconocido cuando se nos presenta como un mal físico.
Miedo al fin del mundo
Este tipo de miedo casi lo “visualizamos” porque recordamos escenas parecidas en televisión. Pero otras veces, un discurrir poco lógico nos hace entrar en situaciones de miedo. Por ejemplo, imaginar que el mundo llega a su fin.
¿Tengo indicios de que eso va a ocurrir? Pues la verdad es que no. Pero hay personas que, en algunos momentos de la Historia, han echado sus cuentas y han creído que iban a presenciar la hecatombe mundial. Un número de año curioso, dos datos dispares que se ponen en relación…
Sectas milenaristas, grupos de lectura (particular) del Apocalipsis… ¿Recuerdan la novela “La guerra de los mundos” de H. G. Wells? ¿Y a Orson Welles el día de 1938 en que se le ocurrió informar desde la radio de que los marcianos estaban invadiendo nuestro planeta? En Nueva Jersey y Nueva York se vivieron escenas de pánico.
La idea que provoca el miedo social suele adoptar cierto carácter científico. “Argumentos” que “prueban” el futuro cataclismo.
Miedo a un mundo superpoblado
Hace años, en el siglo XIX, hubo quien creyó que la Teoría de Malthus sobre el crecimiento demográfico (de 1798) se haría realidad. Estábamos abocados a un mundo que crecía en progresión geométrica cada 25 años, un mundo superpoblado donde no cabrían las personas y sería imposible obtener alimentos para todos.
Esta idea actúa como el ave fénix. Cada cierto tiempo renace de sus cenizas. En los años 60, con el despertar de la preocupación ecológica del planeta y la invención de los anticonceptivos, se difundió de nuevo la idea de que “éramos demasiados” sobre la faz de la tierra y había que frenar.
La teoría de Malthus queda una y otra vez desmentida por la realidad. Sí es cierto que hay más población mundial que hace un siglo, pero lejos estamos de superpoblar la tierra. Lo que ocurre es que demográficamente las personas no nos distribuimos de manera homogénea. Se tiende a la concentración en grandes ciudades.
¿Por qué actuamos así? Por varias razones, entre ellas el hecho que los movimientos migratorios se producen hacia zonas industrializadas que pueden ofrecer puestos de trabajo, y que las ciudades ofrecen ventajas como las infraestructuras y salud pública.
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Una cuestión de mala distribución
Pero que existan ciudades como Tokio, Yakarta o Shangai, con más de 30 millones de personas; o Delhi, Karchi, Seúl, Manila, Bombay, Ciudad de México, Nueva York o Pekín, con más de 20 millones, no implica que el mundo tenga problemas de espacio para albergar a las personas. Es un problema de distribución.
Lo mismo ocurre con la alimentación. Somos conscientes ahora de la cantidad de alimentos que se producen, de las toneladas que se desechan diariamente y de la capacidad del hombre para hacer que la tierra fructifique cultivando zonas hasta ahora poco amigables.
La ciencia ayuda a encontrar formas de cultivo más inteligentes y sostenibles y de nuevo es el desorden en la organización de los países el que hace que la distribución mundial de alimentos sea todavía hoy uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para el 2030. Concretamente, el objetivo número 2 es “Hambre Cero”.
Miedo al cambio climático
Pero que haya desorden y mala distribución no implica que vayamos hacia el fin del mundo.
Sin embargo, hay quienes consideran que el cambio climático nos lleva inexorablemente al fin y por esa razón deciden no tener hijos. Un reciente reportaje del New York Times exponía la existencia de grupos y personas que se consideran “conscientes del problema” y han optado por no traer hijos al mundo para evitarles ese dolor.
En él, Cate Mumford, de 28 años, explica que optó por no tener hijos al ver una imagen de la contaminación sobre una ciudad de China. “Me siento muy tranquila de saber que no traeré al mundo a un recién nacido a sufrir como estos niños”, dice.
Allison Guy, de 32 años, que trabaja en Washington en una organización para la protección de la vida marina, aduce que emplea anticonceptivos porque “no quiero traer un hijo al mundo preguntándome si será para que viva en una especie de distopía al estilo de la película Mad Max”.
La tendencia a pensar de este modo aumenta como “signo de responsabilidad”: para Sara Jackson Shumate, de 37 años, que tiene una niña, un segundo hijo implicaría mudarse a una casa lejos de la Universidad Estatal Metropolitana de Denver, donde trabaja como profesora. No sabe si podría justificar el impacto medioambiental de una casa más grande y un viaje más largo al trabajo.
¿Tiene sentido?
¿Tiene sentido decidir no traer hijos al mundo por el cambio climático? De entrada, es un planteamiento erróneo porque el futuro no es matemática pura. La prospectiva ofrece tendencias, pero nunca sabemos lo que realmente ocurrirá. Es como la Teoría de Malthus, que nunca ha llegado a cumplirse.
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Además, no dejar que lleguen los hijos por miedo al futuro es no creer en que las personas somos capaces de mejorar el sistema de vida. Quizás tu hijo sea un nuevo Jacques Cousteau, una persona que haga dar un paso importante a la Humanidad en la mejora del medio ambiente.
La sociedad dispone de inteligencia y con ella se puede luchar por resolver los problemas y superar los retos. ¿Por qué no va a ser el cambio climático el siguiente reto a superar, como lo están siendo el cáncer y el sida?
Ser catastrofista, tirar la toalla y creer que ya no hay remedio, sería desestimar el valor de las personas. Y lo pagaría quien menos culpa tiene: los hijos que están por venir.
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