La ira llega sin previo aviso. Cuando desborda, envenena las vidas de quienes la experimentan y de su entorno. ¿Debemos tratar de corregirnos a toda costa o es posible controlarla?
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La ira es una de las cuatro emociones principales, junto con la alegría, el miedo y la tristeza. Las neurociencias han demostrado que las emociones son señales enviadas por el cerebro reptiliano “arcaico” (1). No son ni buenas ni malas en sí mismas. La cuestión es recibirlas y preguntarnos cómo vivir bien con ellas. A continuación encontraréis los consejos de Helen Monnet, coach profesional certificada, relaxoterapeuta, psicoterapeuta integrativa y autora del cuaderno de ejercicios Lâcher prise (marzo 2017, Larousse).
¿Qué es la ira?
Su primera función es “sacarnos de nuestras casillas”, en el sentido de nos lleva a un funcionamiento exagerado. Nos pone en un estado de actividad más elevado, como un resorte. No sucede por casualidad, sino porque se ha visto afectado algo muy profundo en nuestro interior: nuestro territorio en un sentido más amplio, nuestro espacio vital, nuestros valores. Todos tenemos límites que los demás no deben invadir.
Para los animales, la cosa está muy clara. Nosotros también tenemos esa parte de la animalidad. Hoy, por ejemplo, hablamos de “sobones” en el metro para referirnos a esas personas que se aprovechan de las multitudes para pegarse a una mujer. Cuando invades el territorio íntimo de una mujer, la ira es inmediata. Esto puede manifestarse en forma de una bofetada, insultos, etc.
Pero, ¿las reacciones de ira no son las mismas para todos?
Todo el mundo experimenta la ira, pero no todo el mundo ha recibido la misma educación. Hombres y mujeres a menudo no se enfadan de la misma manera. A las mujeres se les dice: “Tienes que ser amable”. En mujeres de cierto entorno, la ira está presente, pero se esconde bajo la tristeza. A los hombres se les dice: “Tienes que reafirmarte”. Sin embargo, aunque se sientan más autorizados que las mujeres a expresar su ira, ello puede enmascarar una auténtica tristeza. Si una persona está enfadada, basta con preguntarle por los motivos de su tristeza. La mayoría de las veces, el enfado se detiene de repente. Es muy frecuente que una emoción oculte alguna otra.
Por ejemplo: una madre ve que su hijo cruza la calle y casi le atropella un coche. Enfadada porque el niño ha ignorado su prohibición, le da una bofetada pero, en el fondo, lo que tiene es miedo de perderle. Del mismo modo, un hombre que se preocupa por su nuevo estatus social y teme ser humillado en el plano económico se cabrea porque su coche caro se ha arañado un poco en una colisión. Lo cierto es que tiene miedo de perder su estatus, es decir, aquello que su coche simboliza para él. En ambos casos, cuando hay una desproporción entre un evento menor y la expresión de cólera, la ira es el chantaje emocional del miedo.
¿Qué hacer para gestionar la ira cuando sobreviene?
Si puedo sentirla venir y tomar conciencia de ella, puedo decidir no manifestarla en el momento y preguntarme: “¿Mi enfado tiene alguna utilidad para mí o para la otra persona?”. Más tarde, una vez recuperemos la tranquilidad, podemos dedicar un tiempo a reflexionar. Quizás la otra persona ha invadido mi espacio y debería hacérselo saber. Varias horas después, iré a verla, le llamaré por teléfono, o mejor, le escribiré —lo escrito, escrito está y las palabras se las lleva el viento— y le diré por qué me he sentido agredido.
Si logras dejar pasar el grueso de la ola de ira y luego expresas tus sentimientos sin violencia, es mucho más útil. Es necesario buscar la utilidad esencial de la ira en las relaciones humanas, comprender cómo funciona en el hogar, en las demás personas y hacer de ella una aliada. La meditación de plena consciencia practicada con regularidad permite esta disposición mental.
Con frecuencia, gestionar bien la ira permite también prevenir la somatización. Por supuesto, si decido no expresar mi ira, tampoco debería suprimirla porque, tarde o temprano, se va a expresar a nivel corporal. Tampoco se trata de permitir que le estalle a cualquier otra persona. Por ejemplo, si decido no decirle a mi pareja que algo me molesta, no debería descargar luego esa ira con el conserje o con mi hijo.
¿Existen diferentes formas de ira?
Está la ira egótica: la otra persona refleja algo que no me gusta de mí mismo. Estoy triste porque es una cuestión que no he superado. Pienso, por ejemplo, en una chica con un poco de sobrepeso que trata con dureza a su amiga delgada. Sin embargo, si he identificado este sufrimiento, soy más tolerante conmigo mismo y ya no me enfado. Es algo que tiene que ver con el respeto y la autoestima.
Otra ira, corriente en los niños, es la ira por frustración. El niño grita porque sus padres lo contrarían. Estas manifestaciones pueden evitarse si los padres acostumbran al niño a tener límites desde una edad temprana. Por ejemplo, si quiere ver la tele o jugar en el ordenador, los padres pueden decir “sí, cariño, pero una hora máximo” y realmente terminar el juego una vez se haya acabado el tiempo. Si los padres se mantienen firmes, después de un rato, vale la pena. Son responsables de las frustraciones y, por lo tanto, de las crisis coléricas evitables.
¿Qué hacer con un niño enrabietado?
Hay que callarse, esperar a que se calme y, sobre todo, no echar leña al fuego gritando o enfadándose también. Es el efecto espejo. Cuanto más tranquilo estés, más rápido se calma el niño. Darse espacio, mandar al niño a su cuarto, también es muy eficaz. No es un castigo, solo un momento de silencio y distancia que permita al niño calmarse. Algún tiempo después, iremos a verle: “¿Estás calmado? Ven y dale un beso a mamá. ¿Qué ha pasado?”. Algunos enfados son expresión de otras emociones ocultas: el adulto puede ayudar al niño a darse cuenta de ello preguntándole, por ejemplo, qué le hizo sentirse triste o asustado.
También podemos, si no hay otras personas presentes, emplear la burla. “¿Has visto qué cara pones?” o incluso imitar al niño con humor usando una mímica grotesca: “¡Ains, es que no me he comido mi tarta!”.
Practicar un deporte puede ayudar también a algunos niños coléricos. El judo, por ejemplo, enseña a canalizar su energía.