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Los flagelantes de Santo Tomás: ¿tradición, fe, fanatismo o espectáculo?

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Vicente Silva Vargas - Aleteia Colombia - publicado el 30/03/18
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Desde el siglo XIX, en un lugar del Caribe, hombres y mujeres se azotan el Viernes Santo para agradecer y pedir milagros

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Como hace muchas décadas, Santo Tomás, en la costa Caribe colombiana, volvió a ser foco de atención un Viernes Santo. Esta vez cientos de turistas llegados del interior y algunos de Europa y Estados Unidos, se apostaron a lo largo de dos calles del pueblo para observar una dispersa procesión de hombres y mujeres dándose latigazos en las espaldas para “pagar promesas” o pedir favores divinos.

Se trata de una costumbre popular que tiene más de 160 años de historia, el mismo lapso que lleva la Iglesia cuestionándola por considerarla, en algunos casos, “pagana” y en otros, “inhumana”. Incluso, el anterior arzobispo de Barranquilla, monseñor Jairo Jaramillo Monsalve, había criticado esta tradición que, por lo general, es practicada por personas de origen humilde.

“No tiene sentido hacer este tipo de exhibicionismos puesto que la Biblia dice que cuando hagas penitencia debes encerrarte en tu cuarto para que nadie lo note”, sostuvo el prelado en una entrevista con el diario El Heraldo.

Jaime Marenco, expárroco de Santo Tomás y actual director de Comunicaciones de la Conferencia Episcopal, también se ha opuesto a estas manifestaciones pues considera que para ser buen cristiano no es necesario castigarse. “No hay que flagelar el cuerpo, pero sí el pecado y todo aquello que impide una relación íntima con Dios”, dijo hace poco el sacerdote a periodistas locales.

Sin embargo, `los flagelantes de Santo Tomás’, como se les conoce popularmente, nunca han aceptado los reparos del clero y cada año aparecen con sus exóticos atuendos de color blanco matizados con pequeñas cruces negras, para corresponder, según afirman con toda seguridad, a las bendiciones prodigadas por Dios.

Las penitencias llamadas ‘mandas’, incluyen desde sanaciones físicas como la cura de enfermedades raras, hasta la consecución de un trabajo, la asignación de una beca estudiantil o ganarse la lotería.

Quienes más llaman la atención son unos treinta encapuchados que salen de sus casas antes del mediodía para azotarse delante de los espectadores, muchos de los cuales los aplauden mientras apuran una cerveza fría o toman un trago de ron. El ritual, como hace más de siglo y medio, comprende una caminata de dos kilómetros por calles polvorientas, descalzos, dando siete pasos hacia adelante y tres atrás y soportando temperaturas cercanas a los 40 grados celsius.

Durante el recorrido, cubiertos por una tenue falda que les cuelga desde los glúteos, los penitentes se flagelan con la disciplina, un rústico látigo con siete bolas de cera en su punta que golpe tras golpe, enrojecen las espaldas y producen gruesos hematomas.

En cada una de las catorce estaciones que recuerdan el viacrucis de Jesús, los penitentes hacen una pausa para permitir que los ‘picadores’, otros experimentados personajes, abran sus magulladuras con una cuchilla de afeitar y les desinfecten las heridas con aguardiente puro. Durante esos momentos, se arrodillan, rezan el credo, levantan levemente sus capuchas para beber aguardiente y continuar la marcha en medio de las voces de ánimo lanzadas desde las aceras.

Carlos Rodríguez, quien lleva treinta años como flagelante, afirma las estaciones iniciales son las más duras pero que después de la tercera y de la cura de las primeras heridas, los latigazos no se sienten y el dolor desaparece.

La procesión, en la que cada penitente actúa por su propia cuenta, tiene diferentes tipos de “mandas”. Una de ellas es la copa de la amargura, una penitencia en la que mujeres descalzas, ataviadas con faldones, recorren de espaldas varios kilómetros portando en un brazo totalmente rígido, una copa de vidrio repleta de vino.

A ellas se suman nazarenos con coronas de espinas incrustadas en la cabeza y jóvenes que cargan cruces de madera en sus hombros o amarradas a sus espaldas. Todos dicen ser penitentes.

Pese a la oposición de la Iglesia, la tradición continúa, como lo admite Luis Escorcia, alcalde municipal, quien pese a no ser partidario de los penitentes considera que legalmente “es imposible prohibirlos porque en Colombia hay libertad de cultos”. Por esas razones, algunos habitantes de este pueblo cercano a Barranquilla, al norte del país, aseguran que mientras tengan fuerzas seguirán ‘picándose’. Uno de ellos, Pedro Barrios, es concluyente: “las ‘mandas’, propias o ajenas, son asuntos de fe”.

Mientras tanto, como comentaba este viernes una turista, la gente seguirá preguntándose: ¿Esto es fe o fanatismo? ¿Espectáculo o turismo? La polémica quizá nunca termine.

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