En su homilía en este Segundo Domingo de Pascua y Domingo de la Misericordia, el Papa Francisco nos recuerda que nosotros le cerramos las puertas a Dios. La puerta de la vergüenza, de la resignación y la del pecado
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“Que el Señor nos conceda la gracia de comprender la vergüenza, de no considerarla como una puerta cerrada, sino como el primer paso del encuentro”. Y es que como dijo el Papa cuando sentimos vergüenza, debemos estar agradecidos: quiere decir que no aceptamos el mal, y esto es bueno. El Papa dijo que la vergüenza es una invitación secreta del alma que necesita del Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos avergonzamos ya de nada. No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón, pidió el Santo Padre.
Otras dos puertas cerradas ante el perdón del Señor: la resignación y el pecado
Existe, en cambio, añadió el Papa, una puerta cerrada ante el perdón del Señor, la de la resignación. La experimentaron los discípulos, que en la Pascua constataban amargamente que todo había vuelto a ser como antes. Estaban todavía allí, en Jerusalén, desalentados; el “capítulo Jesús” parecía terminado y después de tanto tiempo con él nada había cambiado. También nosotros podemos pensar que somos cristianos desde hace mucho tiempo y, sin embargo, no cambia nada, cometemos siempre los mismos pecados. Entonces, desalentados, renunciamos a la misericordia. Pero, como añadió Francisco, el Señor nos interpela: “¿No crees que mi misericordia es más grande que tu miseria? ¿Eres reincidente en pecar? Sé reincidente en pedir misericordia, y veremos quién gana”.
Quien conoce el sacramento del perdón lo sabe, no es cierto que todo sigue como antes. En cada perdón, afirmó el Santo Padre, somos renovados, animados, porque nos sentimos cada vez más amados. Y cuando siendo amados caemos, sentimos más dolor que antes. Es un dolor benéfico, que lentamente nos separa del pecado. Descubrimos entonces que la fuerza de la vida es recibir el perdón de Dios y seguir adelante, de perdón en perdón.
Además de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a veces blindada: nuestro pecado. Cuando cometemos un pecado grande, si no queremos perdonarnos, dijo el Pontífice, ¿por qué debe hacerlo Dios? Esta puerta, sin embargo, está cerrada solo de una parte, la nuestra; que para Dios nunca es infranqueable. A él, como enseña el Evangelio, le gusta entrar precisamente “con las puertas cerradas”, cuando todo acceso parece bloqueado. Allí Dios obra maravillas. Él no decide jamás separarse de nosotros, somos nosotros los que le dejamos fuera. Pero cuando nos confesamos acontece lo inaudito: descubrimos que precisamente ese pecado, que nos mantenía alejados del Señor, se convierte en el lugar del encuentro con él.
Por último, el Papa Francisco dijo que es en ese momento en que el Dios herido de amor sale al encuentro de nuestras heridas. Y hace que nuestras llagas miserables sean similares a sus llagas gloriosas. Porque él es misericordia y obra maravillas en nuestras miserias.
El Papa recordó que en el Evangelio de hoy aparece varias veces el verbo ver: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor»; luego, dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor». Pero el Evangelio no describe al Resucitado ni cómo lo vieron; solo hace notar un detalle: «Les enseñó las manos y el costado». Es como si quisiera decirnos que los discípulos reconocieron a Jesús de ese modo: a través de sus llagas. Lo mismo sucedió a Tomás; también él quería ver «en sus manos la señal de los clavos» y después de haber visto creyó.
A pesar de su incredulidad, el Santo Padre dijo que debemos agradecer a Tomás que no se conformara con escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco con verlo en carne y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar sus heridas, los signos de su amor. También nosotros los cristianos tenemos también la necesidad de “ver a Dios”, de palpar que él ha resucitado por nosotros. Y lo vemos, a través de sus llagas. Al mirarlas, ellos comprendieron que su amor no era una farsa y que los perdonaba, a pesar de que estuviera entre ellos quien lo renegó y quien lo abandonó. Entrar en sus llagas es contemplar el amor inmenso que brota de su corazón. Es entender que su corazón palpita por mí, por ti, por cada uno de nosotros. Pidamos hoy, concluyó el Papa, que como Tomás la gracia de reconocer a nuestro Dios, de encontrar en su perdón nuestra alegría, en su misericordia nuestra esperanza.