“Quédate en casa”, le vienen a decir sus críticos, sin dejar por ello de mencionar lo obvio: sus películas -pueriles, adolescentes, idiotas y todo lo que uno quiera- son bellas
Para ayudar a Aleteia a continuar su misión, haga una donación. De este modo, el futuro de Aleteia será también el suyo.
Hay algo anómalo en Wes Anderson, un creador a quien le gustan el control y la simetría tanto como la anarquía y el rock & roll. Sus películas cuentan cosas pero se preocupan más por hacernos verlas, no sé si en un alarde absolutista o demócrata, muy seguro de sí mismo o incapaz de dar la última pincelada sin ayuda del espectador.
La solución al enigma la tenemos nosotros. Depende de nuestra rapidez para procesar imágenes, siempre mimadas hasta la extenuación, ante las que el cine vuelve a ser una ciencia visual y no necesariamente una ciencia narrativa, avanzando con dificultad pese a la aparente simplicidad de sus superficies.
Mucha gente le acusa de apropiacionista y saqueador, incluso de irresponsable cuando se aleja de su terruño norteamericano e investiga en orillas distantes, en busca del corazón de la India (Viaje a Darjeeling), la Europa de entreguerras (El Gran Hotel Budapest) o Japón (Isla de los perros). “Quédate en casa”, le vienen a decir sus críticos, sin dejar por ello de mencionar lo obvio: sus películas -pueriles, adolescentes, idiotas y todo lo que uno quiera- son bellas, aunque a mí además me parecen particularmente misteriosas.
Y con esta última vamos -como diría Samuel Beckett- rumbo a peor porque viene precedida de referencias a Katsushika Hokusai, Akira Kurosawa o Yoko Ono, cuyos préstamos -según algunos- podrían encubrir un nuevo intento de colonización mundial por parte esta vez del cine estadounidense, pese a tratarse de lo contrario: de una armonización estética, del enésimo ejemplo de que los directores norteamericanos sucumben a la infección sentimental del Séptimo Arte, de maestros impredecibles y cinematográficas diminutas, a diferencia de sus políticos, intelectuales y la mayoría de sus escritores, demasiado ensimismados con sus rollos a gran escala (somos el centro del mundo y esas cosas) y su atención paternalista hacia cualquier otra parte que no sea su ombligo (el mundo nos necesita y esas cosas).
Isla de los perros nos cuenta, en stop-motion, con un moroso sentido de los encuadres y de los desplazamientos de cámara, una historia poco aparatosa pero llena de ruido y furia. El alcalde de Megasaki destierra a los perros a Isla Basura, adonde se dirige su sobrino para buscar a la mascota que acaba de perder.
Una isla mítica, animales repudiados y un joven aviador se confunden entre la basura, a la manera de Dodes’ka-den (1970, Akira Kurosawa), un lienzo cinematográfico donde la luz y el color recuperaban su protagonismo gracias a un grupo de personajes sin historia, en los márgenes de la sociedad pero todavía bajo el escrutinio del arte, recordándonos su capacidad para convertirse en un territorio de conquistas visuales y no necesariamente sólo de conquistas estéticas donde los grandes temas ganan siempre. Queremos a los pobres -vienen a decirnos las películas de Kurosawa y Anderson- como queremos a los perros: si mueven la cola y ni siquiera ladran, entonces se convierten en nuestros mejores amigos.
Anderson se mueve con soltura, mezclando marionetas con fondos pintados y creando contrastes llamativos para que la lluvia parezca sólida, la luz se proyecte en sus personajes y el espacio escénico lo construyan los residuos, como un artista obsesionado con dignificar la forma porque sólo de ese modo puede acceder a su contenido.
Todas sus superficies están trabajadas a la manera de lienzos: el espacio, la geometría o los rostros. Sobre ellas recae un afán constante por dotarlas de vida, sin permitir que en ningún momento parezcan inertes. No son juguetes pese a tener su apariencia. En manos de Anderson, despiertan de su letargo, dispuestos a dejarse manipular porque de ese modo activan la capacidad imaginativa de quien los sostiene, los desplaza y los articula.
Son el monstruo de Frankenstein dirigiendo la febril mente del mad doctor mientras este último cree -ofuscado como de costumbre- manejar la batuta. Pero Anderson eso ya lo sabe desde que decidió invertir la ecuación «medio + médium = arte» y transformarla en «medio + arte = médium», que viene a cuestionar la creencia de que el artista sea el médium, un papel que en realidad él adjudica al espectador.
Hay en esta película un personaje humano, Tracy, encargado de agitar las cosas en Megasaki durante la aventura del joven protagonista en Isla Basura en busca de su perro. Tracy es una estudiante de intercambio que lidera a otros estudiantes para oponerse a una científica japonesa.
A mucha gente el detalle le ha gustado poco, dando por hecho que es una concesión de Anderson a los espectadores norteamericanos y a los adultos en general, aunque a mí personalmente sólo me ha parecido un personaje colaborativo, no por rellenar con él minutos de metraje que de otra manera resultarían tediosos sino por continuar una concepción cinematográfica basada en las sumas (diseñadores de producción, animadores, director de fotografía, guionistas & Co) y no en la batuta mágica de un director de orquesta capaz de extraer música del universo sin ayuda de nadie.
Su vocación consiste en diseñar artefactos a los que da forma gracias al trabajo de otros, que le permite convertir cada plano en una máquina donde el tiempo y el espacio se vuelven relativos, perdiéndose en intrincados travellings (cuya apoteosis sería el que recorre los vagones del tren en Viaje a Darjeeling, donde se mezclan personajes y sueños, mitos y ritos) que convierten el cine en un poderoso acelerador de partículas visuales, pero ante todo en un arte de la memoria.
Ficha Técnica
Título original: Isle of Dogs (2017).
País: Estados Unidos.
Director: Wes Anderson.
Guión: Wes Anderson (a partir de una historia suya, y también de Roman Coppola, Kunichi Nomura y Jason Schwartzman).