Cuando hablo mucho de lo que está mal a lo mejor es que lo necesito porque mi alma no está en paz…
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Mis obras marcan mi camino. Son lo más importante que tengo. Más que mis palabras y promesas. No quiero amar de palabra. Quiero amar con obras. Es lo que queda al final de mi camino. La forma cómo trato a los que me rodean.
En la película Wonder el protagonista es un niño que nace con una deformidad en el rostro. Llama la atención y no es aceptado. Lo ven diferente y se apartan de él sin conocerlo.
El director del colegio le dice a un alumno: “Él no puede cambiar cómo se ve. Pero tú sí puedes cambiar cómo lo ves”. Este niño acaba cambiando a sus compañeros. Saca lo mejor de ellos. Lo verdadero que tienen. Su bondad escondida.
Mis obras es lo que queda detrás de mis palabras. Mi forma de amar a los demás en verdad y con obras. No sólo de palabra. Las palabras se las lleva el viento.
Quiero vivir en la verdad. Pero para eso tengo que profundizar y no quedarme en la superficie de las cosas y personas. No me quedo en lo que yo soy por fuera. En lo que los demás muestran en apariencia.
Como dice san Ignacio de Loyola: “El amor se debe poner más en las obras que en las palabras”.
Las obras quedan. La forma cómo reacciono ante una contrariedad. La manera de acompañar al que me necesita. Mi actitud ante las dificultades del camino. Mi forma de enfrentar la vida con sus problemas y grandezas.
Me gusta pensar que mis obras son mis mayores monumentos. Son el legado que dejo. Por eso me duele tanto cuando mis obras no se corresponden con lo que yo deseo. Porque tienen mentira. Porque no hay bondad en ellas.
Y me duele no ser como quiero ser. Y me entristece tropezar con la misma piedra y no estar a la altura. ¿Cómo son mis obras? ¿Cómo es mi mirada?
Conozco una persona que tiene un sensor innato para lo que es verdadero. Sabe cuándo algo es mentira, falso, pose o fingimiento. Y se conmueve ante lo verdadero que hay en una persona.
Creo que esa mirada pura es la que yo necesito. Para mirar detrás de la apariencia. Para profundizar y tocar lo verdadero de cada uno. Lo verdadero en mí. Lo verdadero en los que me rodean.
Jesús es el que tiene palabras llenas de verdad. Es el que sabe cómo soy y me sigue amando. Es el que conoce mis anhelos más profundos y los ama.
Sé que las personas verdaderas sacan mi verdad. Y las que viven en la mentira me hacen mentiroso. Todo se contagia.
Leía el otro día: “Allí donde no hay belleza y verdad, el individuo pierde a la vez la misma libertad natural de dejarse atraer por la belleza de las cosas, de los ideales y de la esperanza de construir dicha libertad a la medida, por pequeña y limitada que sea, de la propia historia”[1].
Cuando vivo en la mentira, cuando no soy veraz, construyo ambientes en los que dejo de desear la verdad.
La atmósfera que crean mis obras determina mi ánimo, mi actitud interior. En una atmósfera que hace soñar con altos ideales, saco lo mejor que hay en mí. Pero en un ambiente de pantano, sucio y envenenado, me conformo con sobrevivir.
La verdad de las personas me hace más verdadero. La mentira me hace más mentiroso. Lo he comprobado.
Hay personas a las que les gusta sacar siempre temas de conversación escabrosos. Pecados públicos, escándalos, o suciedades que sólo ellos conocen. Creen tal vez que al hacerlo ellos brillan más en medio de la podredumbre.
Pero no es así. El que crea ambientes de pantano con sus palabras acaba bajando el nivel de los ideales. Se ensucia, se envilece.
Ante tanta miseria deja de abundar la esperanza. En medio de la oscuridad casi no brilla la luz de los santos.
Por eso me gusta la verdad de las personas verdaderas. Que tienen luz y hablan de esperanza. Que siembran obras de misericordia y no se quedan prendidos en la miseria.
Cuando hablo mucho de lo que está mal a mi alrededor a lo mejor es que lo necesito porque mi alma no está en paz, está envenenada, está oscura.
¿De qué hablo yo con frecuencia? ¿Qué temas me gusta sacar en las conversaciones? Hablar de las caídas de los otros, de su fealdad, de sus errores, no me hace mejor a mí. Más bien me envenena.
La maledicencia siempre envenena. El hablar de lo que está mal ensucia lo que sí está bien. Oculta la belleza. Es como si tuviera más fuerza el pecado que se ve que la virtud que permanece oculta.
Por eso prefiero callar a crear esas atmósferas que tanto mal hacen. Quiero tener una mirada pura para ver la belleza y el bien. Quiero tener una mirada honda que aprenda a no quedarse en la superficie de las cosas.
Sólo si conozco lo que hay dentro sabré amar lo verdadero y bueno que hay en cada persona.
[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad