El padre del Nuevo Periodismo
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El medio de Tom Wolfe no fue el cine, sino la literatura. Inventó algo que ya habían hecho Nellie Bly –de la que recientemente se han traducido al castellano sus mejores artículos, que datan de finales del XIX y principios del XX, en La vuelta al mundo en 72 días (Capitan Swing)-, Truman Capote y Norman Mailer. Lo exageró le dio un nombre pomposo: nuevo periodismo. Fue el modo que encontró para aprovechar su talentosa prosa en las redacciones periodistas, completamente colonizadas por la obsesión por el objetivismo y las 5 w’s.
Él mismo explica cómo todos los reporteros trabajaban en los periódicos con la secreta esperanza de convertirse en futuros novelistas. Sin embargo, dice, “ni por un momento adivinaron que la tarea que llevarían a cabo en los próximos 10 años [en los 60s], como periodistas, iba a destronar a la novela como máximo exponente literario.”
El fenómeno lo protagonizaron tanto él mismo como Jimmy Breslin, Gay Talese, Hunter S. Thompson, Joan Didion, John Sack, Michael Herr –que aparecen recogidos en castellano en La banda que escribía torcido (Libros del KO). También estaban Rex Reed, Terry Southern, Nicholas Tomalin, Barbara Goldsmith, Joe McGinnis, Robert Chrisgau y John Gregory Dunne –como recoge el mismo Wolfe en su El nuevo periodismo (Anagrama).
A pesar de todo, Wolfe también acabó en la novela. Se sentía heredero de los grandes realistas europeos: Balzac, Dickens, Gogol, Tolstoi, Dostoievsky y Joyce. Era un cóctel de todos ellos con una voz propia, nemorosa e hiperbólica, que le hacia encadenar páginas sin mesura, con una capacidad de observación propia de su profesión. Algo que le ha permitido, a lo largo de su obra, ir retratando las distintas generaciones americanas en su propio caldo de cultivo, las ciudades, a las que él veía como los esqueletos del Zeitgeist.
Con su muerte este 14 de Mayo, a los 88 años de edad, rememoramos su primera gran novela, La hoguera de las vanidades (1987). Fue un rotundo best-seller que llegó a las salas cinematográficas en tan solo tres años (1990). Además, lo hizo a lo grande, con un reparto de superproducción, formado por Melanie Griffith, Tom Hanks, Bruce Willis, Morgan Freeman, Kim Cattrall, etc. Por si fuera poco, la película fue dirigida por el mismísimo Brian de Palma. Pese a lo cual fue un estrepitoso fracaso de taquilla.
En aquella novela Wolfe hacía lo que le gustaba hacer cuando escribía. Dar su punto de vista sobre la realidad social del momento de un modo irónico, barroco e incluso hipertrófico, sin reprimirse ni en cuanto a los detalles ni en cuanto a las metáforas. Por eso quizás no ponía tanto el acento en lo que articula el cine americano, la acción, sino en la radiografía de un determinado ambiente cultural del que Nueva York fue la protagonista: los 80, con su hegemonía del neoliberalismo y de los yuppies.
Quizás el filme que consiguió narrar esa historia del modo más cinematográfico y con el reconocimiento del público fue Wall Street (1987), de Oliver Stone, en el que Michael Douglas interpretaba al inmoral Gordon Gekko, mientras Charlie Sheen ejercía como su pupilo, Bud Fox. Por la misma razón por la que tras la crisis de 2007 se hizo el remake Wall Street 2: El dinero nunca duerme (2010), merece la pena homenajear ahora a Tom Wolfe y revisar La hoguera de las vanidades. Leerla es una buena vacuna para no caer en las siempre presentes e intemporales vanidad y avaricia, que tan bien taxonomiza el escritor norteamericano. Resulta ideal ahora que -nos mienten- la máquina del capitalismo empieza a funcionar y la crisis ha terminado (para algunos).
Tom Wolfe vestía siempre un traje a medida de color beige o incluso blanco, iba escrupulosamente encorbatado, y lucía carísimos y lustrosos botines, además de un elegante sombrero de otros tiempos. Era un snob, un dandi, un hombre de opiniones controvertidas. Se notaba en su apariencia que su punto de vista tenía que ser peculiar, y lo era.
Pese a su desaparición, ahí nos queda su periodismo/literatura, un puñetazo en el estómago, un revulsivo mostrenco, bíblico e inesperado o, como él mismo diría, un “coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron”. Aunque, como recuerda el Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, (…) todo es vanidad”.