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Para mí, lo más hermoso de la maternidad es…

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Magdalena Raczka - publicado el 27/05/18
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Honestamente, aún no sabía qué tenía que hacer… y empecé por abrazarlo

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Deseaba escribir este artículo para dedicarlo a aquellas que se convertirían en madres o lo deseaban mucho…

Aquello fue un boom demográfico total. Unas doce horas, más o menos, esperando en la cola para entrar en la sala de partos. Un BOOM a mediados de un caluroso mes de junio. Mi bebé y yo estábamos en la camilla colocada en la esquina de la gran sala de postparto, creada provisionalmente para las necesidades de tan extraordinaria situación.

Aún no sentía el agotamiento del parto, el dolor y todas las cosas que algunas de nosotras experimentamos después de tener un bebé. Lo único que sentía era la sensación de una indescriptible plenitud y de estar cómoda en el lugar donde me encontraba.

Yo, una chica presumida de su aspecto, espectacular, una “mujer-cohete”, aplaudida por todos, acostumbrada a recibir piropos, estaba experimentando la alegría más grande de toda mi vida, vestida con bata de lino, sin maquillaje y con el pelo sin lavar. Me sentía la persona más afortunada del mundo.

Honestamente, nunca, antes ni después, había tenido tan poca preocupación pensando en mí misma como en aquel momento.

Hogar y confianza

Recuerdo haber regresado del hospital a casa. El olor de la ropa de cama. Flores frescas en un florero. El sol atravesando las cortinas.

Aterrizamos en nuestra casa, pero como en un planeta totalmente nuevo. Todas esas cosas, que habíamos preparado cuidadosamente durante varios meses, de repente comenzaron a pertenecer a mi bebé. Sentí miedo, pánico, me sentí abrumada.

¿Cómo será nuestra vida? ¿Qué será con nosotros? ¿Seré capaz de cuidarlo? ¿Me las arreglaré?

No sabía aún qué hacer con él, así que empecé a abrazarlo. Casi no sabía hacer nada, pero ninguno de los dos se sintió ofendido por este hecho.

Se creó una especie de pacto entre nosotros, a veces contra objeciones externas. Sentíamos que podíamos permitirnos empezar completamente desde cero. Que encajaríamos poco a poco. Que podíamos confiar el uno en el otro. Que ese amor nos dejaría a flote.

Honestamente hablando, nadie había confiado en mí tanto como él.

Maternidad: la mayor transformación

Estos eternos comienzos. Lo de levantarse a todas horas del día y de la noche. Lo de experimentar constantemente. Lo de un cuerpo transformado que de repente se convierte en el centro y punto de referencia para el Nuevo Ser Humano. Sin embargo, por más patético que esto sonara, me abrí. Como una lata de sardinas o una escotilla a una estación espacial secreta. La abrí y entré. Y no puedo más que seguir sorprendiéndome.

Sé que esta transformación nunca hubiera sucedido si no fuera por la maternidad. Una de las cosas más bellas que trae… es la capacidad de detenerse, de caminar más despacio. A veces hasta dos kilómetros por hora. La capacidad de la atención plena. Encontrar el sentido en las cosas más básicas, como en las flores azules que recibí de mi esposo el día del nacimiento de nuestro hijo. En serenarse hasta tal punto que se pueda escuchar la suave respiración del bebé para saber que todo está bien.

En aceptar la ayuda de mi amado, cuando no me quedaban fuerzas ni para untar una rebanada de pan. En sentir la armonía, cuando Lo veía calmarse en mis brazos. En las horas que pasaban lentamente. En ver el amanecer con las ojeras debajo de los ojos. En un pijama de algodón que vestía para mayor comodidad. En el encuentro de las miradas de dos personas que acaban de conocerse, pero saben todo sobre ellos. En el amor, que significa alimentar, servir, lavar, recibir.

La maternidad me ha quitado los miedos

Desde que mi hijo vino al mundo, me he vuelto más abierta a mí misma. Empecé a aceptarme y amarme. Superé mi miedo a lo desconocido, en una forma multimillonaria: aprendí cosas nuevas, desde colocar sillas infantiles en cualquier coche hasta sacarme un “master” en cuidados neonatales para poder satisfacer sus necesidades.

Me enfrenté a la gestión de todo tipo de formalidades cuasi oficiales con un pequeño ser humano a mi cuidado y con la responsabilidad de cuidar de un bebé recién nacido cuando mi esposo estaba en el trabajo.

Superé mi miedo a alcanzar lo que deseaba: de cómo me gustaría cuidar a mi hijo o conseguir mis deseos propios. Cuidé mi salud. Empecé a rodearme de gente que me apoyaba. Dejé que me ayudaran. Empecé a realizar mis sueños.

En varias ocasiones me topé con la esencia de la vida, a la que reconozco en el respeto y el amor por la persona y por su vida, especialmente por la que no puede defenderse.

Después de unos meses, me familiaricé un poco más con la maternidad y su complejidad, incluido el hecho de que me dio y me sigue dando la más bello de la vida.

Un día, un pequeño verso apareció en mi cabeza.

Cayó la primera nevada y ya no sentía ninguna vieja herida. Caminé pacíficamente por el bosque, sosteniendo a nuestro bebé de varios meses. Sentía que aún me quedaba mucho por delante y, al mismo tiempo, estaba feliz por el hecho de que el amor por mi hijo ya me hubiera cambiado y en el buen sentido. Y que aquí no se acababa.

El amor viene como quiere,

cae en los brazos cerrados por el miedo,

sin el estruendo de los cañones, los abre.

No le asusta la falta de espacio.

Y crece, crece directamente hacia lo más profundo,

relaja el tórax al que le pesa la memoria,

hace fluir en las venas la canción y la sangre

y de las tres es la más grande.

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