Existen muchas razones para no ver esta serie, disponible en Netflix, pero también hay algunas buenas lecciones que extraer
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El pasado viernes, Netflix se estrenó la segunda temporada de Por trece razones (13 Reasons Why, en su versión original), una serie de las que enganchan, súper controvertida, sobre el bullying adolescente, la agresión sexual y el suicidio. Muchos adolescentes quizás estén metidos ya en la serie hasta la cintura; algunos ya habrán terminado incluso la temporada nueva.
Yo también la he terminado. Igual que la primera, te presenta un buen puñado de razones para no verla. Es extremadamente desagradable, en ocasiones lasciva, muy gráfica y, a veces, profundamente perturbadora, y ha sido criticada incluso por embellecer el suicidio.
Aunque Netflix ha puesto cierto esfuerzo en abordar estas preocupaciones (desde ofrecer guías de conversación a sugerir a las personas sitios web de ayuda y líneas de asistencia), la segunda temporada quizás siga siendo tan perturbadora como detonante.
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Sin embargo, los personajes de la serie también pueden ser incisivos, en especial cuando Por trece razones centra su atención en el delicado equilibrio relacional entre padres e hijos. Las relaciones que vemos en la pantalla pueden ser bastante reveladoras… incluso cuando los personajes no pronuncian palabra.
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“¿Por qué los chavales nunca cuentan nada a sus padres?”
Es la pregunta que se hace un padre sobre su hijo, Clay, en Por trece razones. Y es una pregunta razonable. Clay, personaje central, pasa mucho tiempo intentando decir a sus padres lo menos posible.
Miente sobre sus relaciones; le dice a su padre y madre que ya nunca piensa en Hannah (la chica que se suicidó en la primera temporada); se cuela en el ordenador de su madre; esconde a un drogadicto en su habitación; cada vez que promete a sus padres que será sincero a partir de entonces, a los cinco minutos vuelve a mentir…
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Vemos la misma dinámica a lo largo de toda la serie. Los adolescentes ocultan la verdad. Minimizan sus problemas. A veces, mienten directamente. Ningún adolescente parece ser completamente sincero con sus padres en Por trece razones.
¿Por qué los chavales nunca cuentan nada a sus padres? Muchos padres de la vida real se han hecho también esa misma pregunta.
Sin excepción, los padres de Por trece razones quieren a sus hijos. Pero ninguno es perfecto y, a veces, las responsabilidades son claramente suyas.
Tomemos el ejemplo del personaje de Justin y su madre, una drogadicta que vive con el bruto de su novio, que es camello. Justin quiere a su madre, pero cuanto menos le diga, piensa Justin, mejor.
Sin embargo, incluso los padres comprometidos y bienintencionados pueden reprimir la conectividad con sus adolescentes. Es el caso de Zach, un simpático deportista cuya madre cree estar criando al mejor hijo del mundo y que a menudo le dice exactamente lo que tiene que decir, que hacer y que sentir.
Ya no sientes pena por el suicidio de tu amiga, le dice. Estás bien. Pero no lo está. E incluso cuando él se enfrenta a su madre —diciéndole que no sabe cómo se siente ella por la muerte de su padre—, no hace mella alguna.
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Pero a veces, no es para nada culpa de los padres
¿Por qué los chavales nunca cuentan nada a sus padres? Cuando el padre de Clay hace esta pregunta, Clay dice algo muy interesante.
“Quizás os estamos protegiendo”, dijo.
Creo que a menudo eso es verdad. Lo fue en mi caso. Quería a mis padres (y los sigo queriendo). Cuando yo iba al instituto habría descrito mi relación con ellos como fantástica. Pero no les contaba la mitad de lo que veía o sentía. No quería que se preocuparan. No quería que se dañara la imagen que tenían de mí.
Les ocultaba cosas no porque los quisiera poco, sino porque les quería muchísimo.
Irónico, ¿verdad? Como padre, mi principal misión en la vida es proteger a mis hijos: ayudarles a solucionar sus problemas, a conversar y a mitigar los dolores inevitables. Sin embargo, a menudo nuestros chavales quieren protegernos… igual que intentamos proteger a nuestros hijos e hijas de nuestros propios problemas e inseguridades. No te preocupes por mí, nos decimos mutuamente. Todo va bien.
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En retrospectiva, Hannah (de nuevo, la chica que se suicidó en la primera temporada), ve a su padre besarse con otra mujer. Más tarde, ve a su madre Olivia llorando. Hannah no es tonta; sabe que su madre conoce la aventura. Sabe que su matrimonio tiene problemas.
Sin embargo, cuando Olivia ve a Hannah, se enjuga las lágrimas y minimiza la importancia del momento tanto como puede. “Tu padre y yo solamente hemos tenido una pequeña discusión, eso es todo”, dice forzando una sonrisa.
Hannah sabe que es una mentira. Además, Hannah está lidiando con la gravedad de sus propios problemas y, ya entonces, empieza a plantearse el suicidio. Sin embargo, sigue el juego de la farsa y regala a Olivia un ramo de lirios, la flor favorita de su madre. Por ser una mamá fantástica, dice Hannah. No hablan de sus propios problemas.
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Todo va bien. Pero no
Por infame y difícil que pueda ser Por trece razones, creo que hay una lección o dos que podemos aprender los padres:
Primero, hablad con vuestros hijos. Aunque, para ser más concretos: escuchadles. Prestadles atención. Tomaos en serio sus problemas y sufrimientos, incluso cuando el tiempo y la perspectiva os digan que no es gran cosa. Interesaos por sus vidas y encontrad tantas oportunidades como podáis para hacer cosas juntos. Mi hija y yo salimos a correr juntos todas las semanas y es entonces cuando hablamos más. Sin ese hábito semanal, no creo que habláramos tanto ni de lejos.
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Segundo —el más difícil para mí—, dejad también que vuestros hijos entren en vuestras vidas un poco. Obviamente, tenéis que ser cuidadosos con lo que reveláis y proporcionales con lo que es apropiado con la edad. Porque es que nadie —ni adulto ni niño— se siente cómodo revelando sus propios problemas a alguien que parece no tener ninguno. Permitid que vuestros hijos sepan que también tuvisteis que lidiar con algún tipo de problema en el colegio. Hacedles saber que también tenéis días malos. Compartid con ellos que podéis sentir también ansiedad y tristeza.
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Con demasiada frecuencia, opino, intentamos protegernos mutuamente de las realidades incómodas de la vida. Esto tiene sentido… hasta cierto punto. Porque estas realidades incómodas siguen siendo reales, y fingir que no lo son no hace ningún bien a nadie.
Así que, cuando reconocemos eso —cuando conversamos sobre nuestras vidas y dejamos que los demás nos ayuden con nuestro dolor—, a veces logramos que las otras personas nos den acceso a sus vidas también.