Podré equivocarme, pero no importa si he buscado con fuerza el querer de Dios
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Cuando tomo una decisión siempre dejo algo de lado. Tengo que optar entre varias opciones. Algo pierdo. Algo gano. Aprendo a renunciar decidiendo. Me sacrifico en aras de un fin que persigo. Algo que me ilusiona.
Pienso en una meta, un sueño, un gran deseo. Quiero aprender a tomar sabias decisiones en mi vida. Sin miedo a equivocarme.
Quiero decidir con lucidez, juzgando la realidad, discerniendo siempre lo que me conviene, lo que Dios me pide.
Leía el otro día: “Tomar una decisión significa renunciar a muchas otras cosas que podrían hacerse; por otra parte, es preciso decidirse, porque ‘el bien es siempre concreto’ (Lonergan)”[1].
Opto por un bien concreto. O elijo entre varios bienes. O me desprendo de lo que me ata y esclaviza. Algo concreto, no abstracto.
Necesito tener un corazón libre para poder elegir bien. Desprendido de apegos desordenados que me impiden pensar con claridad.
Necesito reflexionar, pensar, aclararme.
A veces deseo que aparezca alguien con autoridad que decida por mí. Así yo me libero. O hago lo que hacen todos. O busco una mayoría de opiniones para decidir. Y al final no educo mi conciencia.
Tomo decisiones y espero que el mundo esté de acuerdo con mi forma de comportarme. Busco el aplauso, la comprensión. Me equivoco. No es necesaria la aprobación.
Lo que sí necesito es tener una conciencia esclarecida. Saber lo que quiero, lo que es un bien para mí.
Hoy parece que todo vale. Que da igual lo que haga. Que siempre está bien. Que el mundo es tolerante y lo acepta todo.
Cómo me visto, qué digo, cómo me comporto. Lo que dejo y lo que comienzo. Todo es posible. Mi fidelidad y mi infidelidad.
Vierto mis opiniones sin reflexionar previamente. Lo primero que me viene a la cabeza. Me expongo ante el mundo. Y parece que todo vale.
Pero luego veo que no todo me hace pleno. No todo me acerca a Dios. No todo es un bien.
Quiero educar mi conciencia. Formarme para saber pensar y decidir.
¿Qué dice la Iglesia? ¿Qué me dice Dios? ¿Cuáles son las voces que sigo, escucho y acepto como válidas? ¿Quién manda en mí? ¿Sé dar razones de mi fe?
Me encuentro con cristianos que no saben dar razones de lo que creen y viven. Esperan que otros den esas razones.
Quiero aprender a profundizar. A reflexionar sobre lo que pasa en mi sociedad, en mi familia. Analizar las críticas que se hacen a la Iglesia, a Dios. Me quiero acercar a la verdad para decidir sabiamente.
Comenta el padre José Kentenich: “El primer elemento es la capacidad de decidirse con cierta independencia a favor o en contra de una cosa o determinación a pesar de presiones exteriores y de penurias interiores, a pesar del impulso del sentimiento y de la vida de los instintos, a pesar del miedo y de resentimientos personales y de predisposiciones negativas del subconsciente. Es la capacidad de liberarse de todo lo no divino o antidivino, para estar libre para Dios y para todo lo divino, para sus deseos y mandatos”[2].
Para decidir necesito liberarme de mis miedos, de mis esclavitudes, de mis desórdenes.
Y saber que podré equivocarme, pero no importa si he buscado con fuerza el querer de Dios, con honestidad.
A veces busco un sacerdote que me apoye en mi postura, en mi opción de vida. No funciona.
Comenta el Padre Kentenich: “Debemos preocuparnos de que la decisión que tomemos signifique estar libre de algo, y estar libre para algo. Educarse para lograr una sana capacidad de decisión y una sana disposición para decidir de buena gana, cuando Dios así lo pide a través de las circunstancias”[3].
Hace falta aprender a discernir con autonomía. Quiero aprender a decidir con Dios. Valorar lo que elijo. Elegir lo que me toca vivir y no deseo. Lo elijo.
Me decido por Dios. Por su deseo. Tomo conciencia de lo difícil que es saber lo me pide Dios. No todo lo que deseo es su voluntad.
[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[2] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[3] J. Kentenich, Hacia la cima