Descubrimos la vida de una de las reinas más efímeras y desconocidas de la historia de España. También una de las más solidarias.
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A finales de 1868, y después de treinta y cinco años en el trono, Isabel II marchaba hacia un largo exilio dejando el trono vacante. Dos años después, entraba en España Amadeo de Saboya, quien ostentaría la corona durante un breve periodo de tiempo. Su esposa, María Victoria dal Pozzo, tardaría aún un tiempo en llegar a su nueva patria.
Amadeo y María Victoria se habían casado en 1867. El príncipe italiano se enamoró a primera vista de la joven María Victoria cuando la vio en uno de sus escasos paseos por las calles de Turín. Para ella fue algo así como volver a nacer, pues llevaba años soportando la profunda tristeza de su madre. María Victoria nació en 1847 en París pero su principal residencia se encontraba en Turín, donde creció feliz junto a sus padres y su hermana hasta que la muerte de Emanuelle Dal Pozzo della Cisterna en 1864 trastocaría por completo la salud mental de su esposa, la condesa Luisa Carolina de Mérode-Westerloo.
La madre de María Victoria se negó a aceptar la muerte de su marido hasta el punto que prohibió enterrar su cuerpo, al que veló durante horas junto a sus dos hijas. Mientras María Victoria consiguió superar aquella terrible situación, su hermana Beatrice sucumbió a la pena y al tifus falleciendo un año después que su padre. Desde entonces y hasta su boda, María Victoria vivió encerrada en palacio, con las cortinas echadas y con escasas salidas al exterior.
El matrimonio con Amadeo cerró aquel triste capítulo de su existencia del que se llevó una esmerada educación y una profunda formación religiosa. Los años siguiente fueron tiempos felices en los que nacieron los dos primeros hijos de la pareja, el tercero nacería en tierras españolas.
A principios de 1871 se separaron para que Amadeo pudiera tomar posesión de su nueva corona. Cuando María Victoria se reencontró con él en Madrid se topó también con la animadversión de la alta sociedad española que nunca aceptó de buen grado a aquellos soberanos extranjeros.
La sencillez y austeridad de María Victoria no ayudó a que las nobles de la capital se acercaran a ella. Sin embargo, la nueva reina de España fue siempre fiel a sus creencias religiosas y en su afán de ejercer la caridad cristiana se alejó de todo aquello que era ostentoso y se acercó a los más desamparados.
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Cuando María Victoria se topó en uno de sus paseos con las mujeres que lavaban a orillas del Manzanares quedó tristemente sorprendida de ver cómo los hijos de aquellas trabajadoras acampaban solos y desnutridos por los alrededores de la vera del río. Fue aquella visión la que impulsó su primera gran obra benéfica, la creación de la que sería la primera guardería en España en la que los hijos de las lavanderas podrían recibir alimentos y cuidados en las largas jornadas de trabajo de sus madres.
María Victoria continuó buscando vías de actuación para mejorar las condiciones de los más necesitados y para ello contó con la colaboración de Concepción Arenal, que se convirtió en su amiga y aliada para llevar a cabo sus actividades solidarias.
En julio de 1871 decidió crear la Orden Civil que llevaría su nombre y con la que se premiaría toda labor relacionada con la educación, la promoción de la ciencia, el arte y la literatura y la ayuda a los más desamparados. La nueva orden tuvo una vida efímera, la misma que la de María Victoria y Amadeo como soberanos de España.
En febrero de 1873, el rey Amadeo I presentaba su abdicación y regresaba con su esposa y sus tres hijos a Italia. De nuevo en Turín, María Victoria no perdió el contacto con Concepción Arenal a la que no dejó de enviar dinero para que pudiera continuar con sus labores solidarias.
Tres años después, fallecía de tuberculosis. Las lavanderas de Madrid lloraron su muerte y ellas permanecen en esencia junto a su reina protectora gracias al epitafio gravado en su tumba. La tumba de la reina que sería recordada como “la madre de los pobres”.