Amor, sufrimiento y vida, 3 palabras que caminan de la mano.
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Mis amigas y yo ya hemos alcanzado los 50. En nuestras reuniones de café solemos tocar el tema de la edad. El humor no falta para comentar aquello que nos impide vernos y sentirnos jóvenes.
Sin embargo una con actitud pesimista nos contó que día a día pensaba con miedo y tristeza cómo se reducía su tiempo en la tierra, expresando pesar por lo que llamaba “sus reducidas expectativas de vida”. No tenía empacho en decirnos que añoraba tiempos pasados, con nostalgia de juventud.
Como es una amiga muy íntima amiga quise conversar aparte con ella sobre el tema.
Fue entonces que le hice 3 preguntas:
- ¿Para qué quieres saber que estas envejeciendo?
- ¿Por qué sentir nostalgia de la juventud perdida?
- ¿Por qué se ha de envidiar a los jóvenes?
“Cada edad –le afirmé– tiene las bondades necesarias para vivir la vida con sentido”. Nuestro pasado dejó atrás la juventud y como dice una expresión de mi tierra: “Lo cantado y lo bailado nadie nos lo podrá quitar”. Es decir, nuestros trabajos, nuestros legítimos amores, la familia lograda, los amigos ganados serán siempre realidades inalterables.
Sobre todo, los errores reparados y los sufrimientos aceptados con valor. De esos errores rectificados y esos sufrimientos precisamente nos podemos sentir más orgullosas, aunque no susciten ninguna envidia.
Ciertamente podemos descartar escalar el Everest o participar en las olimpiadas. En cambio, al no perdernos en lo mundano, podemos seguir en la aventura de descubrir la verdad más profunda de nuestra existencia, aumentando nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra capacidad de amar, mientras somos cada vez más felices.
Significa que no nos crearemos ya la falsa necesidad de acallar nuestras consciencias y podemos ser cada vez más libres y vivir con mayor paz.
– Sí, pero… – balbuceó mi amiga encogiendo los hombros con cierta expresión de amargura- Pasa que en lo personal no tengo mucho de que enorgullecerme de mi pasado, ya que por mi mal carácter son muchos mis errores. ¿Cómo encontrar entonces el sentido de la vida del que hablas? – me preguntó con voz endurecida.
– Yo estoy segura —respondí– que es la vida misma la que nos interroga sobre ello, y debemos responder dándole la cara en medio de nuestras circunstancias concretas. Te lo explicaré de la siguiente manera: Imagina la vida como un trayecto en el mar. Tú eres el capitán de la nave, y al final del viaje, te das cuenta con pesar de que has llegado a puerto equivocado. Si tuvieras la oportunidad de volver a hacer el viaje… ¿Qué sería entonces lo que se te ocurriría hacer? Lo que te propongo es que imagines lo que corregirías.
– Ya comprendí –dijo muy seria mi amiga— que puedo en la medida de lo posible enmendar muchos de los errores en que he vivido, y aún vivo. También pedir perdón y devolver con mucho bien los daños que he provocado. Se me ocurre, que de esa manera ya no me angustiaría al final de mi vida y habría encontrado una finalidad, un sentido para llegar a puerto seguro.
— Así es—le afirmé— pues a cada quien corresponde decidir si debe interpretar su vida con responsabilidad ante los demás y ante su consciencia.
Mi amiga no solo recuperó el sentido de su existencia, sino que además el sentido del amor pues en sus conversaciones hablaba ya de la aceptación de los dones de la existencia; del amor de su esposo, la belleza del arte, la música, el esplendor de la naturaleza o el fraternal calor de sus amigas. Era otra.
Algunos años después perdió a uno de sus hijos. Entonces me comentó que, aunque era muy grande su dolor, no era menos el de su nuera y sus pequeños hijos, y que estaba dispuesta a ser mejor abuela y suegra de lo que jamás se le habría ocurrido, sin importar lo que eso significara.
Fue capaz de encontrar la respuesta al sentido de sufrimiento a través de su aceptación como un sacrificio que valía la pena. Al encontrar el sentido de su vida, pudo encontrar el sentido del amor y el sufrimiento.
Por Orfa Astorga de Lira
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