La noticia de la muerte sorprende a veces muy lejos de casa y no siempre es posible reunirse con los que más queremos.
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Algo que va unido al cariño es la proximidad física. Queremos estar cerca de las personas que amamos: el marido, la esposa, los novios entre sí, los familiares, esos amigos que tanto estimamos.
Y queremos tenerlas cerca en los momentos especiales de nuestra vida: el nacimiento, la boda, cada Navidad… Cuando alguien muere en nuestro entorno más querido, es lógico que queramos estar ahí, al lado de quien ya no puede comunicarse con nosotros pero sigue ocupando un lugar muy especial en el corazón.
Si fallece una persona amada, enseguida ponemos los medios para estar en el velatorio y el funeral. Es un modo de mostrar de forma física nuestro amor. Y acompañamos así también a las personas más cercanas al difunto.
Pero ocurre que no siempre es posible acudir al lugar donde se encuentra el difunto. La globalización ha promovido la inmigración y los viajes, de manera que las familias y los amigos no siempre se encuentran cerca. Puede ocurrir, también, que por muy fácil que sea viajar en “low cost” entre algunos puntos, a veces el día fatídico nos encuentra en un lugar de difícil comunicación. O que la situación económica no nos permita hacer ese gasto.
A muchas personas se les hace muy duro recibir la noticia de la pérdida de los padres o de los hermanos estando en otro país al que marcharon para trabajar y conseguir un futuro mejor para su familia. Cuántos inmigrantes latinos se encuentran en Estados Unidos o en Europa y, aunque querrían, de la noche a la mañana no pueden comprar un boleto de avión que les lleve de vuelta a su pueblito.
No asistir al funeral de un ser querido conlleva un gran dolor. ¿Podemos hacer algo?
Lo primero que nos ayudará, si tenemos fe en que la vida no acaba tras la muerte, es tomar conciencia de que podemos rezar por la persona que ha fallecido. La oración no son solo palabras, es ayuda real para que esa persona alcance la felicidad eterna, que es el objetivo de cualquier persona en el mundo.
Por otro lado, el dolor de no poder llegar a tiempo o no haber estado a su lado en los últimos momentos, al que ahora se añade el de no poder viajar para llegar junto a esa persona, también tiene fruto. Ese dolor es sacrificio que Dios escucha y que transforma en favor hacia el difunto. Ese dolor es dolor de amor y es oro puro.
El dolor por la pérdida nos hace madurar, nos hará querer más a las personas de nuestro entorno que siguen vivas, hará que valoremos más el hecho de estar con la familia.
Cuando uno ha sufrido una pérdida de este tipo, aprende a llamar más a menudo a casa, a interesarse por cómo andan los mayores (que acostumbran a no decir nada para no preocuparse), a no dejar pasar una oportunidad del calendario. Si uno no tiene memoria, es el momento de anotar en la agenda santos, cumpleaños, aniversarios… o buscar ese aliado en la familia que nos haga de “despertador”.
Aunque las dificultades económicas tal vez no nos permitan están físicamente junto a los más queridos, sí es cierto que ahora disponemos de más facilidad para hablar con la familia y los amigos a pesar de la distancia: Whatsapp, Line, Telegram, Instagram, Facebook, Facetime… O podemos acudir a un locutorio público.
Querer hablar nos ayudará a verbalizar nuestro amor a la familia y a los seres más queridos, y nuestra fe. También podemos hacerlo por escrito, lógicamente, por carta o correo electrónico. Recordaremos los buenos momentos vividos, las virtudes de quien ya no está en la tierra, confortaremos a los que también están apenados. Con lágrimas o sin ellas, se irá cerrando el desconsuelo.
Con la pérdida de un ser querido se cierra una página de nuestra vida y de la suya, es verdad. Pero también se abre otra: la del crecimiento en el amor a las personas que siguen estando con nosotros.
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