Una impactante imagen tallada en madera hace más de 250 años por un enigmático autor es uno de los íconos religiosos de esta ciudad del Caribe colombiano
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El relato transmitido generación tras generación y consignado en unos pocos registros históricos y eclesiásticos es idéntico. A mediados del siglo XVIII un grupo de novicios dominicos encontró en las playas de Cartagena de Indias un tronco de madera que llevaron hasta su convento con el propósito de tallar un Cristo.
Coincidencialmente, le mostraron el madero a un hombre mayor que por esos días estaba alojado allí y quien dijo ser tallador de madera y oriundo de Florencia, Italia, sin embargo, las dimensiones de la madera no motivaron al supuesto artista y obligaron a los novicios a echar al mar el tronco y a buscar uno diferente que sirviera para elaborar un Crucifijo de tamaño natural.
A los pocos días los jóvenes estudiantes —de quienes nadie supo sus nombres— encontraron el mismo tronco en las playas, pero inexplicablemente con unas medidas mayores que sí fueron aceptadas por el escultor quien solo puso dos condiciones para empezar su trabajo. La primera, que lo dejaran trabajar a solas y en silencio en la habitación asignada —en realidad una celda del convento—, y la segunda, que sus alimentos se los entregaran a través de una pequeña ventana de la puerta del aposento.
Durante varios días los frailes y novicios de la Orden de Predicadores Dominicos solo escucharon el serrucho cortando la madera, los formones dándole vida a la talla y la garlopa cepillando las superficies. Del artista sin nombre ni apellidos y que, según la leyenda, llegó desarrapado y hambriento al principal puerto español en América, únicamente se veían sus manos callosas cuando recibía la comida y el agua. Nadie habló con él ni le vio la cara sudorosa ni observó cómo esculpía el cuerpo de Cristo en un tronco sin valor.
Dos semanas después, el ruido de las herramientas cesó, la ventana no volvió a abrirse y la expectativa de los primeros días se convirtió en preocupación. Según el investigador cultural Atilio Otero, “debió ser muy grande el nerviosismo de los religiosos porque a las pocas horas de no escuchar nada dentro de la habitación, se decidió derribar la puerta para saber si el escultor estaba vivo o muerto”.
Lo que encontraron, narró Otero a Aleteia, fue algo excepcional: una conmovedora imagen de casi dos metros de alto, de un tono oscuro y matices brillantes, en la que Jesús mira hacia la eternidad en el momento supremo del sacrificio. Cerca al Cristo no se hallaron herramientas, ni estaba su autor y la comida suministrada durante quince días seguía intacta. De acuerdo con una novena publicada por la Editorial San Pablo, su desaparición, tan enigmática como su llegada, “dio lugar a la leyenda de que se trató de un ángel enviado por Dios para hacer la venerada imagen”.
Fe y tradición
Las descripciones de la imagen —uno de los tantos símbolos de esta ciudad Patrimonio de la Humanidad— invitan a colombianos y extranjeros a visitar la colonial iglesia de Santo Domingo y a constatar que tanta admiración no es una exagerada visión tropical. Gustavo Arango, un reconocido escritor dijo en un artículo publicado por el periódico El Universal en 1992 que “Este Cristo ni siquiera tiene gesto humillado. No está cabizbajo […] representa —como muy pocas obras de arte han podido hacerlo— el instante preciso de la muerte, la tensión final de músculos y tendones, el espasmo final de un cuerpo antes de abandonarse, la mirada embriagada de la visión final, el último aliento saliendo eternamente…
Para Saúl Castiblanco el Cristo cartagenero es “De una madera oscura sin policromía, como oscuras fueron las horas en que se crucificó a Dios; pero a la vez brillante, como infinitamente refulgente fuera el triunfo absoluto del Redentor”. Al describir los gestos plasmados por el escultor, este periodista señaló en una nota de Gaudium Press que “La expresión de dolor del Señor es en algo matizada por la ternura y confianza con las que Él dirige su rostro al Padre. Una confianza inocente y total que está particularmente expresada por la fuerte inclinación de su cuello, tal vez más inclinado que el de otros Cristos expirantes conocidos”.
La veneración popular del Cristo de la Expiración es de vieja data. Datos suministrados por la parroquia de Santo Domingo indican que desde tiempos coloniales el Santo Cristo ya era objeto de especial admiración por parte de la feligresía y de los dominicos que lo ubicaron en un altar de estilo barroco, en el templo adyacente al convento en el que fue tallado. A Él se le atribuye el milagro, después de una novena y de nueve procesiones, de desterrar en 1754 una terrible epidemia de viruela que había azotado a la población durante varios meses.
Esa devoción sigue intacta en las tres misas semanales conocidas como ‘lunes del Cristo de la Expiración’, las multitudinarias procesiones en su honor cada 14 de septiembre y las romerías de fieles todas las condiciones sociales que a diario lo visitan en la iglesia más antigua de la ciudad —en la plaza de Santo Domingo con el callejón de los Estribos— para darle gracias de rodillas y pedirle favores.