A pocos kilómetros de la capital colombiana, a 3.100 metros de altura, está el mítico lugar que durante siglos ha tentado a conquistadores, aventureros y visitantes de todo el mundo
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“Fantástica”, “única”, “impactante”, “fuera de serie”, “excepcional”. Estos son algunos de los calificativos que los turistas le dan a la laguna de Guatavita, el pequeño depósito de agua dulce donde las principales investigaciones históricas ubican el nacimiento de la leyenda de una fantástica ciudad de oro y de un hombre dorado que desde una balsa de juncos rendía tributo a sus dioses y recibía honores de sus súbditos.
Se trataba de la atávica ceremonia de posesión de un zaque, es decir, de uno de los grandes caciques muiscas o chibchas, la numerosa tribu que habitaba la extensa Sabana de Bogotá y algunas regiones de los actuales departamentos de Boyacá y Santander.
Durante ese ritual que se repetía cada vez que comenzaba un mandato, el zaque, desnudo y tapizado de oro en polvo de la cabeza a los pies, paseaba en su barca lanzando al agua objetos de oro y esmeraldas que, según la tradición, pretendían halagar a las deidades que habitaban en las profundidades de la laguna.
Además, hombres y mujeres ataviados con sus mejores galas y adornados con joyas, saludaban al nuevo jefe desde las orillas arrojándole alhajas, entre ellas, unas pequeñas figuras de oro macizo conocidas como ‘tunjos’. Como si fuera poco, la mitología muisca cuenta que allí vivía una hermosa cacica que al ser condenada por su infidelidad a un zaque fue obligada a vivir junto a su hijo en un espléndido palacio de oro macizo construido en el fondo de la laguna.
Estas y otras fantásticas historias despertaron la codicia de los conquistadores llegados a América del Sur en las primeras décadas del siglo XVI y los impulsaron a viajar a diferentes territorios como el Nuevo Reino de Granada —hoy Colombia— para encontrar ese sitio que los haría ricos por siempre.
Fue tan desmedida la ambición que grandes conquistadores españoles como Gonzalo Jiménez de Quezada, fundador de Bogotá; Sebastián de Belalcázar, fundador de Cali y Popayán, y el alemán Nicolás de Federmán, gobernador general de Coro, Venezuela, estuvieron a punto de ir a la guerra para apoderarse de unas tierras que solo en su imaginación estaban forradas en oro deslumbrante y adornadas con piedras exóticas que poco se conocían en Europa.
El Dorado, como desde un comienzo se conoció esta leyenda, obligó a otros conquistadores a buscar los tesoros muiscas en regiones distintas a la Nueva Granada, pero fue en lo que hoy es Colombia donde se afianzó la creencia de que ese lugar solo estaba en Cundinamarca, en la zona central de este país. Un primer intento, hacia 1540, lo encabezó Hernán Pérez de Quezada que según algunos cronistas hizo hallazgos cuantiosos. A él le siguieron otros españoles, Hernán de Sepúlveda y Lázaro Fonte, quienes intentaron secar la laguna con picos y palas, pero solo consiguieron algunos gramos de oro y unas pocas esmeraldas.
Muchas décadas después de terminada la Conquista una compañía británica desaguó parte de la laguna y aunque halló en el fondo una pesada capa de lodo en la que estaban enterradas algunas joyas y cerámicas, su proyecto fue un fracaso. Además de las inmersiones de avezados nadadores y buzos profesionales que en diferentes épocas se aventuraron a buscar el tesoro del zaque y la cacica en las frías aguas, hubo otros intentos modernos que terminaron en nada.
Uno de ellos, liderado por una empresa estadounidense, incluyó la apertura con dinamita de un inmenso boquete en una loma para permitir la salida del agua y facilitar el acceso al cráter en donde se suponía que podía estar el tesoro chibcha. Como consecuencia de esta intervención el paisaje natural se deterioró al quedar en evidencia un tremendo boquete que en opinión de algunos turistas “demuestra el desmedido afán de algunos hombres por poseer cosas materiales a cualquier costo”.
Respeto y admiración
Las dificultades y fracasos para hallar las riquezas del zaque hicieron pensar durante mucho tiempo que la leyenda de El Dorado era una estratagema inventada por los chibchas para engañar a los conquistadores. Sin embargo, en 1856 en la misma laguna de Guatavita o Siecha, fue hallada una hermosa obra de oro que confirmó la veracidad de los hechos. A pesar de su tamaño, en la pieza está claramente representada la historia del hombre dorado, con adornos en todo el cuerpo, su balsa de juncos, los tesoros a sus pies y la parafernalia de la ceremonia en la que el zaque asumía el poder. Esta ‘balsa muisca” desapareció y, al parecer, fue vendida a un museo alemán.
Por fortuna, una maravillosa pieza de orfebrería asombrosamente idéntica a la anterior fue hallada en 1969 dentro de una vasija de cerámica abandonada en una cueva de Pasca, Cundinamarca, un pueblo muy distante de Guatavita. Esta ‘balsa muisca’ de oro y cobre, encontrada por un campesino, fue elaborada con la técnica de vaciado a la cera perdida, tiene apenas 19,5 centímetros de largo, 10,2 de alto y 10,1 de ancho y se puede apreciar en el Museo de Oro, en Bogotá. Según una publicación del Museo Nacional esta es “una pieza excepcional porque se ha interpretado como la representación de la ceremonia de investidura del cacique del pueblo de Guatavita: la ceremonia de El Dorado”.
La enigmática laguna está en el pueblo de Sesquilé, a solo 57 kilómetros de la capital colombiana. Hasta sus inmediaciones se puede llegar en automóvil o en bus para luego ascender a pie unos 150 escalones que llevan al visitante a una altura de 3.100 metros sobre el nivel del mar. Desde la cúspide, acompañados por guías especializados oriundos de la región, se puede apreciar el impactante paisaje y disfrutar los tonos verdes y azules de las aguas sagradas del zaque. El entorno, la vegetación, la escasa fauna, el mito y hasta la absurda cicatriz incrustada en una de las paredes del lago, invitan a la reflexión y la contemplación.
La leyenda está presente en el imaginario colectivo de los colombianos, aunque materialmente se percibe en la laguna, en estampillas, algunos billetes, en la barca de oro, en la denominación de algunas empresas y en su principal aeropuerto, un lugar al que una ley le cambió su nombre original y al que por fuerza de la tradición se le sigue llamando El Dorado.