Me gustaría mirarme sin tanta exigencia malsana, Dios lo hace posible
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Con frecuencia anidan en mí sentimientos de culpa. No sé bien de dónde vienen, pero me quitan la paz.
Tal vez hay ideas que viven en mi alma que me exigen siempre dar más de lo que estoy dando. Me mandan hacer las cosas mejor. Actuar con más rapidez. Solucionar todos los desafíos. Llegar a las metas más altas. Hacer lo que me he propuesto. Conseguir lo que más deseo.
Tengo todos esos mandatos y deseos tejidos en la piel. Si no cumplo con lo prescrito y no llego a donde me exigen, me siento culpable. Una culpa ante Dios, ante los hombres y ante mí mismo. Mi miedo a decepcionar a los demás y a Dios. Y mi miedo a decepcionarme a mí mismo.
Me siento culpable de forma inconsciente por todo lo que no he hecho y por lo que podía haber realizado de forma diferente.
Sufro porque no estoy a la altura de lo que yo mismo esperaba de mí. Me culpo por perder el tiempo. Y también por exigirme demasiado. Me culpo por no tener tiempo para actuar de acuerdo con mis prioridades. Quiero hacerlo todo perfecto y no lo logro.
Comenta la sicóloga Pilar Sordo: “Si hay algo que yo he aprendido en estos años es que al final uno hace lo que puede en la vida. Y hay que intentar hacerlo con el máximo esfuerzo. Si hiciste lo que pudiste dando lo mejor de ti y no resultó. Si conscientemente hubo un gesto de bondad al intentar hacer las cosas lo mejor posible. Si lograste corregir algo, pedir perdón. Objetivamente ya está. Uno hizo lo que pudo. Tiene que estar en el nivel más alto. Haber intentado todo lo posible. Si es así la culpa no tiene sentido. Siempre estamos con la sensación de falta en vez de estar con la sensación de abundancia. Una autoexigencia desmedida que nos lleva a conflictos, a problemas de sueño, a depresiones. Todo pasa por la aceptación de la situación que uno está viviendo. No siempre se puede dar lo mismo”.
La sensación de falta me enferma. Me vuelve una persona nerviosa e insegura. Quiero estar contento con lo que hago. Con paz en el alma. Sabiendo que he hecho todo lo posible.
Esto es distinto a buscar justificaciones y caer en excusas conocidas: “Es que soy así. Es que no puedo evitarlo”.
Siempre puedo luchar y dar más, es verdad. Pero si lo he dado todo me quedo tranquilo.
La culpa enfermiza me rompe por dentro. Nunca llegaré a lo que los demás esperan o yo espero. Esa autoexigencia me hace tanto daño…
Siempre puedo dar más. Es verdad. Pero no quiero vivir estresado y con angustia por no lograr lo que pensaba que era posible.
No siempre las cosas saldrán como espero. Reconozco la culpa con humildad, pero no me quedo en ella.
Vuelvo a empezar. Me levanto de nuevo. En eso consiste la santidad verdadera. No en una exigencia que me viene de lo alto por cumplir siempre. Sino en una invitación a vivir con alegría la vida que me toca. Aceptando las cosas como son. Dándoles un sí alegre en circunstancias complejas.
Ese sí alegre no se detiene en la culpa. Crece y avanza. No echa la culpa de los fracasos a los demás. Ni tampoco busca como justificación las circunstancias. Acepta la verdad de su vida sin pretender maquillarla.
Soy débil, soy pequeño, soy imperfecto. Esa imperfección me gusta, porque a Dios también le gusta.
No dejo de luchar, porque Dios no quiere que baje los brazos. Dice Isaías: “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros”.
Soy impuro. A veces me lleva a alejarme de su amor. Pero Dios responde al profeta con una verdad que calma sus ansias: “Mira; esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado”.
Dios me mira siempre con benevolencia, con misericordia. Y su mirada logra que yo me mire a mí mismo de nuevo y no encuentre culpa en mí.
Dios me mira y se conmueve al verme tan frágil. Limpia mi culpa. Lava mi pecado. He sido perdonado en mi pecado y en mi debilidad.
Toco mi fragilidad ante ese Dios que me ama en mi pobreza y construye sobre mi lodo. No ha tomado en cuenta todo lo que no he hecho de acuerdo con lo esperado.
Me gustaría mirarme siempre así, sin tanta exigencia malsana.
Comenta el papa Francisco en Panamá: “No siempre creemos que el Señor nos pueda invitar a trabajar y a embarrarnos las manos junto a Él en su Reino”.
Dios me llama a mí sabiendo que mis labios son impuros. Cuenta con mi pequeñez y mis resultados exiguos. No le importa. No se decepciona.
Me mira alegre y sabe que voy a seguir caminando con mi sonrisa en los labios y la esperanza en el pecho. Es lo que necesita de mí.
Que le diga que sí con el corazón alegre. Que acepte mis culpas con sencillez. Sin dejarme atrapar por los remordimientos que me impelen a querer dar siempre más.
Miro con confianza el camino que tengo ante mí. Y sonrío. Las culpas no me van a llevar a perder la esperanza. No van a hacer que pierda el sueño. No lograrán que me deprima dejando de mirar el futuro con alegría.
La culpa no va a llenarme de insatisfacciones. No estoy dispuesto a dejar de luchar por aquello en lo que creo.
Miro el horizonte que ensancha mi alma. Confío en todo lo que puedo hacer si Dios actúa en mí y no me deja nunca.
Ese sentimiento me da paz y confianza. Dios camina conmigo en mi pobreza e impureza. Y me ama siempre con mis errores y caídas.