Un joven sacerdote le preguntó a la Madre Teresa qué tenía que hacer para llegar a ser santo. Y ella le contestó: “Lavar muchos baños”Mi vida mira a Jesús resucitado. Mira hacia delante pensando en la vida eterna. No como consuelo para los males de este mundo. Sino como el paraíso perdido que anhela mi corazón insatisfecho. Anhelo la plenitud que no poseo.
Mi felicidad de ahora tiene su descanso en una felicidad plena en el cielo. Aquí sonrío con los pequeños regalos de la misericordia de Dios. En el cielo sonreiré sin miedo, sin descanso, sin vacíos ni nubes. Allí sólo el sol brillará por encima de tantas sombras que carga hoy mi alma.
Me gusta ver mi vida así. Como la antesala de un cielo que sueño, anhelo y deseo. Miro hacia delante sin temor a la muerte.
Soy bienaventurado ya aquí en la tierra porque poseo las primicias de lo que será la vida para siempre. Sin sombras, sin temores.
Es verdad que no puedo abarcar la eternidad en la que no rige el tiempo. Un paraíso en el que no hay comienzo ni final. No lo entiendo.
Porque estoy acostumbrado a medir las horas. A calcular los días. Y una felicidad eterna se escapa de mis manos. Acostumbrado como estoy a dar sólo pequeños sorbos de una alegría pasajera.
No concibo un sí eterno, un amor eterno, un abrazo eterno. Sé que el cielo que deseo es un don, pero Dios cuenta conmigo, con mi sí torpe y lánguido.
Dice san Agustín: “Aquel que nos creó y nos redimió sin nosotros, no nos lleva a la eterna bienaventuranza sin nosotros”. Necesita que le diga que lo amo. Que deseo estar con Él.
El cielo no se gana. Aunque diga a veces esa tradicional expresión: “Te estás ganando el cielo“. Como si el cielo fuera un pago por mi esfuerzo constante, por mi entrega generosa. Desaparece así de mi alma la gratuidad. Y eso es lo que no quiero.
Quiero, más que nada, que el cielo sea un don. Que Jesús mire mi miseria y mi pobreza y se conmueva. Y me abra los brazos para recibirme a la puerta de un amor eterno con el que me sostiene.
Leía hace poco: “La muerte no es una calamidad para el que muere, lo es sólo para quienes quedan atrás; porque la muerte es la liberación, el gozo, la paz eterna y la tranquilidad. Los días del hombre son cortos y están llenos de pesadumbre. ¿Qué hay en el mundo que pueda ofrecerse como un consuelo?”[1].
Esa mirada sobre la tierra no es la mía. No miro así mi vida ni la vida de tantos que sufren. No la juzgo como un duro valle de lágrimas. La miro como un paso que lleva a la vida verdadera dejando atrás el camino recorrido.
Pienso en la vida que llevo y me alegra vivir el presente. No anhelo llegar ya al cielo. Quizás puede esperar. No conozco a tantos que deseen su pronta muerte. Quiero aprender a vivir el hoy sin miedo. Sabiendo que son sólo piedras que cargo construyendo un castillo en el cielo.
Recuerdo a la Madre Teresa: “No se trata tanto de hacer muchas cosas o de hacer grandes cosas sino más bien del amor que ponemos en todo lo que hacemos“.
Amar en todo lo que hago. Tal vez sea el camino más corto de la felicidad. Y no creerme nadie especial por hacerlo.
Cuentan que un joven sacerdote le preguntó a la Madre Teresa qué tenía que hacer para llegar a ser santo. Y ella le contestó: “Lavar muchos baños”.
Me conmueven sus palabras. No le pidió que predicara muchos retiros. Le pidió sólo que lavara los pies como hizo Jesús un jueves santo. ¿Como camino al cielo? Seguramente.
El cielo está lleno de personas humildes. O casi mejor, la tierra tiene más cielo cuando abundan las personas humildes que lavan baños. Que se arrodillan para servir. Que entregan su vida lavando los pies sucios de sus hermanos. Hace falta mucha humildad para vivir así la propia vida.
San Felipe Neri, al ofrecerle cargos muy dignos en la tierra, dijo: “Prefiero el paraíso”. Huyó de las dignidades humanas.
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Prefiero el Paraíso
Yo necesito ser más humilde. Mi orgullo me lleva a levantarme. Se rebela ante las injusticias. No quiere que mi amor propio sea herido. No se conforma con recibir un poco, quiere siempre más.
Y si se siente digno por algún motivo, detesta las humillaciones y los servicios en apariencia poco dignos y reconocidos. Prefiere los primeros lugares y desea el reconocimiento de los hombres. Sin importarle tanto el de Dios.
Mi corazón no se humilla para besar la tierra. Es altivo y busca besar el cielo. Se eleva a la altura de las estrellas. Y siente que todos deberían alabar su belleza.
¡Cuánta pobreza tengo dentro de mi alma! ¡Cuánta vanidad hace que mi corazón sea engreído! No tengo la humildad para servir a los hombres. No me abajo para lavar los baños.
¿Mi camino de santidad? Busco ser reconocido y dejar huella en este mundo. Acaricio la tierra de mi presente como si fuera la última estación de mi viaje.
Miro a las estrellas. No me conformo. Camino hacia el cielo con paso quedo. Puedo dar siempre más. Puedo amar con un corazón más grande, más roto, más de niño, más humilde. Yo también prefiero el paraíso.
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[1] Caldwell, Taylor, Médico de cuerpos y almas