Es imposible retener a Dios, pero puedes entrar muy adentro de ti y ver una luz en la oscuridad: el amor La certeza más profunda que tenemos los seres humanos, la única capaz de arremeter la oscuridad, más aún, de soportar convivir con ella, es la de haber sido amados, la de ser amados.
Esa experiencia es la que en el presente nos permite saltar con esperanza hacia el futuro, convivir con la oscuridad y entrar en las noches de la vida.
A veces no lo queremos saber para no sufrir y a veces lo sabemos pero nos cuesta aceptar que estamos profundamente sedientos.
Nos resistimos a la medida tan infinita que Dios nos puso en el corazón y que hace tan maravillosa, y a su vez, tan dura la vida: el desear la no medida de la felicidad.
Es que para poder sintonizar con esta experiencia hace falta quedarse vulnerable ante el misterio. Solo ahí lo inefable nos confiará sus secretos. Dicho más claro, si yo no me quedo ante Dios, los que hablen de Dios no me dirán nada.
Cada vez me convenzo más de que la experiencia de la fe es un camino de certezas y oscuridades. Dios es un Dios revelado, pero al mismo tiempo es un Dios escondido.
Él nos permite asomarnos todo lo que se puede desde la precariedad de este mundo a una realidad que nos ha sido dicha, pero no agotada.
A Dios no se lo puede retener, no podemos asirlo con nuestras manos y agarrarlo para que no se vaya. La presencia de Dios nos habla. La oímos pero no la podemos ver; pensamos que lo tenemos pero se nos escapa de las manos; está presente pero se siente como una ausencia absoluta; nos hiere de dicha y la dicha la percibimos como un doloroso vacío.
“Nuestro Dios es un Dios trascendente, lo podemos encontrar en una flor pero ni los cielos de los cielos lo pueden contener. Un Dios que tiene templos pero que no entra ni en el templo del universo. No lo podemos atrapar. Un Padre que está en el cielo. Abbá, cercano, cariñoso y al mismo tiempo, en el cielo.
Un “inmenso Padre”, dirá san Juan de la Cruz. Un Dios que se nos entregó en Jesús y sigue siendo misterio, una fe, llena de certezas aunque sin embargo sigue siendo noche.
Sabemos cosas, pero ignoramos tantas otras; tenemos, como el caminante en la noche, estrellas para guiarnos, pero se ve tan poco…
Sin embargo, sigue siendo noche, pero noche poblada, noche buena a partir de Belén. Sigue habiendo oscuridad, pero Él está con nosotros, y hay luz para guiarse en la oscuridad. Ya no es simplemente noche.
Cuántas veces, a lo mejor, dijimos: hoy es Nochebuena y no nos dábamos cuenta de lo que estábamos diciendo. Hoy es Nochebuena. A la noche le decimos hoy, buena, porque a partir de Belén hasta a la oscuridad se le encendió una luz, aunque sea un Niño, y hay una presencia que le da calor” (P. Manuel Pascual).
Más de una vez experimentamos la vida como un oscuro calabozo. Crisis y circunstancias ante las cuales parece haber solo dos posibilidades: hundirse y desesperar; o percibir una invitación para que al fin salga lo mejor.
En esos momentos de oscuridad hay que apelar a lo más profundo que hay en nosotros. Entrar allá muy adentro para, allí en lo más profundo, encontrar a un Dios que se ofrece, que se da, pero que te dice: “no puedes retenerme”.
Un Dios que nos pide “recibirnos”, ser capaces de salir de nuestras propias convicciones y seguridades, para decir: yo te creo y te amo.
Cuando digo te creo significa, me abandono. Lo que yo sabía hasta ahora como última instancia de comprensión no me es suficiente. Lo que tú me dices que eres, y que es, es lo que creo.
“¡Sé que me amas, te creo! “aunque es de noche”… Oscuridad de la fe que dio un salto más allá de lo verificable. Creo que me amas pero no puedo verificar a cada rato que me amas. Más aún, muchas circunstancias de la vida parecen decirme que no me amas y, sin embargo, vi algo que me dio certeza de tu amor; pero tengo oscuridad porque no siempre puedo entender cómo me amas. Oscuro porque no es verificable, un salto más allá de lo comprobable o, mejor dicho, sólo verificable al saltar” (P. Manuel Pascual).
Se trata de una forma nueva de ver, de una manera de estar en la vida: recibiendo lo que te ofrecen y como te lo ofrecen.
Paradójicamente a veces hay que cerrar los ojos para ver, hay que sufrir la soledad para celebrar la comunión. A veces vemos mejor en la ausencia que en la presencia. Así, en la luz que nos da la oscuridad, entendemos dónde está la compañía y dónde está la luz.
Esta experiencia permite brotar en nosotros algo grande: nos hace dar cuenta de qué es lo más importante, aquello sin lo cual no podemos vivir, cuáles son las verdades esenciales de nuestra vida.
Queremos algo nuevo y no nos damos cuenta de que ese algo nuevo no siempre hay que buscarlo en cantidad de cosas, sino en una profunda mirada de la realidad.
Mirar a fondo un paisaje, un rostro, un libro y no tanto ir tras la dulce mentira del cambio, que no siempre es para ver mejor, sino para disimular que no pudimos terminar de ver porque era de noche.
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