El mayor fruto es que mi alma esté llena de Dios
Para ayudar a Aleteia a continuar su misión, haga una donación. De este modo, el futuro de Aleteia será también el suyo.
Jesús habla de la importancia de los frutos. Y dice algo evidente que no quiero olvidar: “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.
El fruto que doy es el que me corresponde por mi originalidad. Jesús no me pide que dé un fruto que no tenga que ver conmigo.
Si soy olmo, no daré peras. Si soy manzano, no daré uvas. Lo tengo claro. Pero quizás me lo dice para que no me angustie cuando no dé el fruto que esperaba. A lo mejor no es mi fruto, es el de otro.
Me gusta la imagen de los frutos, pero a veces me da miedo. Porque creo que yo pienso en el fruto como hombre y no como piensa Dios.
Me creo que Dios me va a exigir una serie de frutos al final de mi vida y yo vivo exigiéndome lo imposible para llegar a la cima marcada, a la nota exigida.
En la vida profesional se habla de incentivos. Son estímulos que se ofrecen a una persona con el objetivo de incrementar la producción y mejorar el rendimiento. Me aseguran que si llego a una cifra determinada de frutos recibiré más como recompensa.
El fruto trae consigo un beneficio. Cuando más fruto dé, más felicidad habrá en mi alma. Pienso como los hombres, no como Dios.
Dice la Biblia: “El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano, crecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso”.
Si soy justo seguiré dando fruto. No me cansaré. Daré buen fruto, el que me corresponde. Seré feliz.
Pero Jesús no quiere que me quede en las categorías humanas. El fruto de todo lo que hago y entrego no es gracias a mí. No soy yo el que lo logra.
Es Dios en mí el que da un fruto infinito que yo no alcanzo a ver. Quiero creer más en la gratuidad de Dios. Y no tanto en el pago por mis méritos.
Leía el otro día: “Los dones de Dios son gratuitos no por esfuerzo humano son fruto de su misericordia. Recibir con corazón humilde y pobre. La religión cristiana no es una religión del esfuerzo sino de la gracia. Pequeños y humildes ante Dios”[1].
Una religión de la gracia. Yo sólo trabajo la tierra. El fruto es de Dios. Y el mayor fruto es que mi alma esté llena de Dios, de su bondad. Que mi corazón se abra y se llene de su presencia.
Dice también la Biblia: “Porque de lo que rebosa del corazón habla la boca”. ¿De qué está lleno mi corazón? Me gustaría que hubiera en él cosas buenas. Sentimientos nobles. Bondad, misericordia, alegría.
Pero siento a menudo rabia, rencor, desprecio, desidia, envidia. Brotan la pereza y la dejadez. ¿De qué está llena mi alma? De mí mismo. De mi vanidad. De mi amor propio. De mi orgullo.
De mis éxitos y logros. De eso es de lo que hablo. Lo que digo es lo que tengo dentro. No viene de fuera el mal a mi vida. Lo incubo en mi alma. Y hace daño. Me hace daño a mí en primer lugar. Me duele por dentro.
“El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal”. Mis frutos son buenos cuando dentro de mí hay paz. Lo que sale será constructivo. Edificante.
A veces me veo diciendo lo que no deseo. Y brotan de mí actos que nunca he querido. Lo que tiene mi corazón en su interior.
Deseo que venga Jesús a limpiarlo con su Espíritu. Y acabe con lo que no está en orden. Y saque de mi interior lo que no le pertenece.
Parece fácil pero no lo es. Quizás por eso veo con más facilidad lo malo en los demás. Me fijo en lo que otros hacen mal. Y mis frutos no son buenos. Mis obras no dan vida. Ni esperanza.
Me gustaría tener un corazón más grande. Más dócil al querer de Dios. Más vacío de mí mismo para dejarle entrar.
Pero a veces me dejo llenar de lo que no me hace bien. Abro la puerta de mis sentidos. Busco lo que no me trae paz ni tranquilidad. Dejo de lado el silencio interior. Y no miro sólo lo que me sana por dentro. Me lleno de imágenes que no me dejan tranquilo, ni en paz.
Te puede interesar:
Ayuna de imágenes: Predicación cuaresmal de Cantalamessa
Necesito su Espíritu que me llene de luz por dentro.
[1] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios