La hipocresía acecha a las personas, principalmente a las piadosas, ¿sabes cómo combatirla?
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¿Cuál es la condición esencial para “ver” a Dios? Según Jesús, es la pureza de corazón. Lo explicó el predicador del Papa, Raniero Canalamessa, en su primera reflexión de la Cuaresma del año 2019 a Francisco y sus colaboradores.
“Sabemos que puro y pureza tienen en la Biblia, como por lo demás en el lenguaje común, una amplia gama de significados. El Evangelio insiste en dos ámbitos en particular: la rectitud de las intenciones y la pureza de costumbres”, explicó el capuchino.
“A la pureza de las intenciones se opone la hipocresía, a la pureza de costumbres el abuso de la sexualidad“, añadió.
Cuerpo puro, espíritu puro
El padre Cantalamessa habló a la Curia romana de la relación entre la pureza corporal y la espiritual.
“En el ámbito moral, con la palabra “pureza” se designa comúnmente un cierto comportamiento en la esfera de la sexualidad, orientado al respeto de la voluntad del Creador y de la finalidad intrínseca de la misma sexualidad -señaló-. No podemos entrar en contacto con Dios, que es espíritu, de otro modo que mediante nuestro espíritu”.
“Pero el desorden o, peor aún, las aberraciones en este campo tienen el efecto, comprobado por todos, de oscurecer la mente -advirtió-. Es como cuando se agitan los pies en un estanque: el barro, desde el fondo, asciende y enturbia toda el agua. Dios es luz y una persona así «aborrece la luz».
“El hombre carnal está lleno de concupiscencias, desea las cosas ajenas y la mujer de los otros. En esta situación Dios se le aparece como aquel que cierra el paso a sus malos deseos con esos conminatorios suyos: «¡Tú debes!», «¡Tú no debes!». El pecado suscita, en el corazón del hombre, un sordo rencor contra Dios”.
¿Cuánta hipocresía hay en nuestras acciones?
Más allá de la cuestión sexual, el padre Cantalamessa habló de la pureza de corazón o rectitud de intención, que se contrapone a la hipocresía.
“Es sorprendente lo poco que entra el pecado de hipocresía —el más denunciado por Jesús en los Evangelios—, en nuestros exámenes de conciencia ordinarios”, reflexionó el sacerdote. “El mayor acto de hipocresía sería esconder la propia hipocresía”.
Eso además, impide cambiar porque “la hipocresía se vence, en gran parte, en el momento que es reconocida”:
“El hombre —escribió Pascal— tiene dos vidas: una es la vida verdadera; la otra, la imaginaria que vive en la opinión, suya o de la gente.
Nosotros trabajamos sin descanso para embellecer y conservar nuestro ser imaginario y descuidamos el verdadero. Si poseemos alguna virtud o mérito, nos damos prisa en hacerlo saber, en un modo u otro, para enriquecer con tal virtud o mérito nuestro ser imaginario, dispuestos incluso a prescindir de nosotros, para añadir algo a él, hasta consentir, a veces, ser cobardes, a pesar de parecer valientes y en dar incluso la vida, con tal de que la gente hable de ello[1]”.
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“Hay quien se jacta de ser orgulloso o libertino, nadie de ser hipócrita”, alertó. Y aclaró: hipocresía “es hacer de la vida un teatro en el que se recita para un público; es llevar una máscara, dejar de ser persona para convertirse en personaje”.
¿Y qué tiene esto de malo? Lo explicó el sacerdote en su prédica al Papa Francisco y sus colaboradores:
“El personaje no es otra cosa que la corrupción de la persona. La persona es un rostro, el personaje una máscara. La persona es desnudez radical, el personaje es todo vestimenta. La persona ama la autenticidad y la esencialidad, el personaje vive de ficción y de artificios. La persona obedece a sus convicciones, el personaje obedece a un guión. La persona es humilde y ligera, el personaje es pesado y torpe”.
Cantalamessa advirtió que la actual cultura de la imagen hace que la hipocresía aceche a las personas, “principalmente a las personas piadosas y religiosas”.
“Un rabino del tiempo de Cristo, decía que el 90% de la hipocresía del mundo se encontraba en Jerusalén[3]. El motivo es simple: donde más fuerte es la estima de los valores del espíritu, de la piedad y de la virtud, allí es más fuerte la tentación de aparentarlos para no parecer que se carece de ellos”, explicó.
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Y añadió: “Un peligro viene también de la multitud de ritos que las personas piadosas suelen realizar y de las prescripciones que se han comprometido a cumplir. Si no están acompañados por un continuo esfuerzo de poner en ellos un alma, mediante el amor a Dios y al prójimo, se convierten en cáscaras vacías”.
Añadió que “cuando la hipocresía se hace crónica crea, en el matrimonio y en la vida consagrada, la situación de «doble vida»: una pública, evidente, la otra oculta; a menudo una diurna, la otra nocturna. Es el estado espiritual más peligroso para el alma, del cual es muy difícil salir, a menos que intervenga algo desde el exterior rompiendo el muro dentro del cual uno se ha encerrado. Es el estado que Jesús describe con la imagen de los sepulcros blanqueados”.
¿Por qué Dios la rechaza tanto?
Para Cantalamessa, la respuesta es clara: “La hipocresía es mentira. Es ocultar la verdad. Además, en la hipocresía, el hombre degrada a Dios, lo pone en el segundo puesto, colocando en primer lugar a las criaturas, al público”.
“La hipocresía es, pues, esencialmente falta de fe, una forma de idolatría en cuanto que pone las criaturas en el lugar del Creador”, profundizó.
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¿Cómo combatirla?
La victoria sobre la hipocresía “no será nunca una victoria a primera vista”, explicó el sacerdote, “no podemos evitar sentir instintivamente el deseo de que nos pongan bien, de quedar bien, de agradar a los demás”.
¿Cómo luchar contra ella, entonces? “Nuestra arma es la rectificación de la intención. A la recta intención se llega mediante la rectificación constante, diaria, de nuestra intención. La intención de la voluntad, no el sentimiento natural, es lo que hace la diferencia a los ojos de Dios”, respondió.
Para concretar más, el predicador propuso como remedio eficaz “ocultar incluso el bien que se hace”, como una delicadeza respecto de Dios que tonifican el alma aunque no sea “una regla fija”, sino distinguiendo cuándo es bueno que los demás vean y cuándo es mejor que no vean.
Y alertó que “lo peor que se puede hacer, al término de una descripción de la hipocresía, es utilizarla para juzgar a los otros, para denunciar la hipocresía que existe en torno a nosotros”. “Quien de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra, dijo Jesús.
“El hecho consolador es que apenas uno dice: “he sido un hipócrita”, su hipocresía es vencida”, añadió. Y en ello ayuda cultivar la virtud opuesta: la sencillez.
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Cantalamessa invitó a vivir la Pascua como “la gran limpieza primaveral” para lograr “una transparencia solar” tras haber sido “probado a la luz y encontrado puro”.
Y propuso un ejercicio para lograr esta pureza: recitar lenta y repetidamente el salmo 139 de la Biblia:
“Señor, tú me sondeas y me conoces.
Me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.
No ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda…
¿Adónde iré lejos de tu aliento,
adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.
Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día,
la tiniebla es como luz para ti”.
“Sondéame, oh Dios, y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”.
Y terminó su prédica con una oración:
“Sí, mira, Señor, si seguimos un camino de mentira y guíanos … por la vía de la sencillez y de la transparencia. Amén”.
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© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Cf. B. Pascal, Pensamientos, 147 Br.
[2] La Rochefoucauld, Máximas, 218.
[3] Cf. Strack-Billerbeck, I, 718.
[4] S. Juan de la Cruz, Máximas, 20 y 21.
[5] Alessandro Manzoni, I promessi sposi, cap. XXIV [trad. esp. Los novios (Rialp, Madrid 2001].
[6] S. Agustín, De Trinitate, VI, 7.
[7] S. Tomás de Aquino, S.Th., I,3,7