Un resumen de la tercera prédica de Cuaresma 2019 del Padre Cantalamessa al Papa y a la Curia Romana
“Cada mañana, al despertar, experimentamos algo singular, a lo cual no hacemos caso casi nunca. Durante la noche, las cosas en torno a nosotros existían, eran como las habíamos dejado la noche anterior: la cama, la ventana, la habitación. Quizás fuera ya brilla el sol, pero no lo vemos porque tenemos los ojos cerrados y las cortinas cerradas. Sólo ahora, al despertar, las cosas empiezan o vuelven a existir para mí, porque tomo conciencia de ello, me doy cuenta de ellas. Antes era como si no existieran”. Sucede lo mismo con Dios. Él está siempre; «en él vivimos, nos movemos y existimos»”.
Así empieza la prédica que Raniero Cantalamessa ofreció hoy viernes de Cuaresma al Papa y a la Curia Romana. ¿Quieres acercarte tú también a la meditación que hoy resonó en el Vaticano? Aleteia selecciona y adapta para ti algunos fragmentos de su predicación.
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Ídolos antiguos y nuevos
Dios se define en la Biblia como vivo para distinguirlo de los ídolos que son cosas muertas. De los ídolos, un salmo dice:
Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas.
Tienen boca, y no hablan,
tienen ojos, y no ven,
tienen orejas, y no oyen,
tienen nariz, y no huelen,
tienen manos, y no tocan,
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta (Sal 114,3-7).
En cambio, Dios “obra lo que quiere”, habla, ve, huele, ¡respira! El aliento de Dios también tiene un nombre en la Escritura: se llama la Ruah Jahwe, el Espíritu de Dios.
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La batalla contra la idolatría está siempre en acción. Los ídolos han cambiado de nombre, pero están más presentes que nunca. También dentro de cada uno de nosotros, y hay uno que es el más temible de todos…
Hay un “becerro de oro” dentro de cada uno…
“La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que tienen la verdad prisionera de la injusticia. Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son inexcusables, pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas” (Rom 1,18-21).
Todos han pecado, nadie está excluido.
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El pecado fundamental, el objeto primario de la ira divina, es identificado en la asebeia, es decir, en la impiedad. ¿En qué consiste exactamente esta impiedad? En el rechazo de “glorificar” y “dar gracias a Dios”.
El pecado es negar ese “reconocimiento”; es el intento, por parte de la criatura, de anular la infinita diferencia cualitativa que existe entre la criatura y el Creador, negándose a depender de él.
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En el fondo, ¿qué es “eso” del pecado?
El hombre, creado “recto” (en sentido físico de erguido y en lo moral de justo), con el pecado se ha hecho “curvo”, es decir, replegado sobre sí mismo, y “perverso”, es decir orientado hacia sí mismo, en lugar de hacia Dios.
En la idolatría, el hombre no “acepta” a Dios, sino que se hace un dios. Dios hizo al hombre a su imagen, ahora el hombre hace a Dios a su imagen.
Puesto que el hombre es violento, he aquí que hará de la violencia un dios, Marte; puesto que es lujurioso, hará de la lujuria una diosa, Venus, y así sucesivamente. Hace de Dios la proyección de sí mismo.
El peor “dios”
Esta es también la situación en la que, por cierto lado, nos hemos encontrado, en Occidente, desde el punto de vista religioso y del que ha comenzado el ateísmo moderno con la célebre máxima de Feuerbach: “No es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino que es el hombre quien crea a Dios a su imagen”.
Hay una idolatría escondida que insidia al hombre religioso. Yo soy idólatra cuando pongo la criatura —mi criatura, la obra de mis manos— en lugar del Creador.
Mi criatura puede ser la casa o la iglesia que construyo, la familia que creo, el hijo que he traído al mundo (¡cuántas mamás, también cristianas, sin darse cuenta, hacen de su hijo, especialmente si es único, su Dios!); puede ser el instituto religioso que he fundado, el cargo que desempeño, el trabajo que realizo, la escuela que dirijo…
En el fondo de toda idolatría está la autolatría, el culto de sí, el amor propio, el ponerse a sí mismo en el centro y en el primer puesto en el universo, sometiendo todo a él.
Nos daremos cuenta de cuántas frases nuestras comienzan con la palabra “yo”…
El resultado es siempre la impiedad, el no glorificar a Dios, sino siempre y sólo a sí mismos, el hacer servir el bien, también el servicio que prestamos a Dios —¡también Dios!—, al propio éxito y a la propia afirmación personal.
Mientras no se pone el hacha en esa raíz, se pueden cortar todas las raíces laterales, pero el árbol no cae. Ese lugar es muy estrecho, no hay lugar para dos: o está mi yo, o está Cristo.
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Si el pecado, como nos explicó Agustín, consistió en un repliegue sobre sí mismos, la conversión más radical consiste en “enderezarnos” y re-dirigirnos a Dios.
No podemos hacerlo en el transcurso de una predicación, o de una Cuaresma; pero podemos al menos tomar la decisión seria de hacerlo, y es ya en cierto modo, para Dios, como haberlo hecho.
Si me alineo con todo mi yo en la parte de Dios, contra mi “yo”, me hago su aliado; somos dos en luchar contra el mismo enemigo y la victoria está asegurada.
Nuestro yo, como un pez sacado fuera de su agua, puede deslizarse aún y menearse un poco, pero está destinado a morir. Pero no es un morir, sino un nacer.
En la medida en que muere el hombre viejo, nace en nosotros «el hombre nuevo, creado según Dios en justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,24). El hombre o la mujer que todos secretamente queremos ser.
Dios nos ayude a realizar cada vez más la verdadera empresa de la vida que es nuestra conversión.
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© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco