Las malas palabras son irrespetuosas, además de psicológica y espiritualmente malas
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Las palabrotas están por todas partes. Es raro el día que no escuchas una. Incluso en restaurantes o tiendas, frecuentemente oímos a los clientes soltar palabrotas con total indiferencia al ambiente. La palabrería vulgar en público es ahora tan común que ha llegado a los programas de televisión.
Puedes preguntarte dónde está el daño en eso; finalmente, son solo palabras. Pero, al mismo tiempo, la mayoría de nosotros siente que hay algo que está mal. Sabemos que decir groserías no es saludable ni deseable. Es un mal hábito y una falta de educación.
Motivos para parar
En primer lugar, porque puede haber un uso legítimo para las palabrotas. Es una manera de poner una fuerza emocional extra en una declaración – ya sea para efecto o para aliviar el estrés extremo. El problema es que la sobreexposición a las malas palabras debilita su impacto y, como consecuencia, las vuelve inútiles. Al mismo tiempo, el hablar normal se vuelve menos eficaz y produce menos impacto.
Como adictos, exigimos dosis cada vez mayores para registrar cualquier efecto. Las palabrotas casuales, por lo tanto, se vuelven cada vez menos eficaces y, al mismo tiempo, nos fuerzan a usarlas cada vez más para intentar hacer que nuestras palabras tengan peso.
Lo que nos lleva a otro problema. El uso de palabrotas sirve para ofender al oyente, pero en conversaciones normales, eso es simplemente irrespetuoso – al igual que gritar con otra persona. La buena educación y cortesía determina que, en conversaciones comunes, debemos intentar que la otra persona se sienta razonablemente a gusto, mientras que usar malas palabras sirve para dejarla incómoda.
Juntar los dos aspectos es algo contradictorio. La única manera por la cual una persona se sentiría cómoda hablando con alguien que dice malas palabras todo el tiempo es que ésta admita que se ha vuelto insensible al punto de volver las palabrotas sin sentido.
Hábito
Finalmente, hay un problema un poco más abstracto. Es que lo que hacemos (incluyendo lo que decimos) afecta el modo en que pensamos. Los filósofos son conscientes de eso desde hace siglos, y los neurocientíficos están empezando a aprender también. Cada vez que hacemos o decimos algo, refuerza ciertas conexiones en nuestro cerebro, volviéndonos más propensos a hacer lo mismo una segunda vez, y así sucesivamente. Efectivamente, nuestro cerebro está creando hábitos todo el tiempo.
Esas conexiones no afectan solo una área del cerebro, sino todo. Cuando actuamos de cierta forma, empezamos a pensar de acuerdo con eso, y viceversa. Así, cuanto más vulgar fuera nuestro discurso, más vulgar será nuestro pensamiento y, en consecuencia, más vulgar será nuestro comportamiento y actitud en general.
Eso no quiere decir que hay una determinación extrema que relaciona las malas palabras a actitudes malas. Pero sí quiere decir y alertar sobre el hecho que un mismo proceso de pensamiento y actitud también incentiva al otro.
Ya lo dicen las Escrituras: “La boca siempre habla de lo que está lleno el corazón” (Mt 12,34) y “todo lo que encuentren de verdadero, noble, justo y limpio; en todo lo que es fraternal y hermoso, en todos los valores morales que merecen alabanza” (Flp 4,8).
En síntesis, decir malas palabras es algo grosero, psicológico y espiritualmente insalubre, y destruye incluso una supuesta “utilidad” eventual de las palabrotas. Por todas esas razones, debemos intentar romper ese hábito.
El problema es que es muy fácil que se escape una palabra cuando el hábito de su uso está formado, especialmente en el calor del momento, cuando la mayoría de las palabrotas se siguen usando. Y una vez lanzadas, no hay vuelta atrás. Como Winston Churchill decía: Somos amos de las palabras no dichas, pero esclavos de aquellas que dejamos escapar.
Cómo parar
Hay algunas formas de librarse del hábito de decir malas palabras. La primera es simplemente practicar no decir nada. Esta es una habilidad bastante fácil de desarrollar: durante las conversaciones normales cotidianas, basta hacer una pausa de vez en cuando antes de hablar. Cuando sientas ganas de maldecir algo, para y cuenta hasta cinco antes de abrir la boca. Eso ayudará a poner tu lengua bajo control (que es un hábito útil más allá de solo evitar palabras feas).
Por lo tanto, vamos a vigilar nuestras lenguas e intentar elevarnos por encima de la vulgaridad que nos rodea.