Fátima, La Salette, Siracusa… Las lágrimas de la Virgen son un signo de su amor hacia nosotros
¿Por qué la Virgen, en tantas apariciones, llora? ¿Es que en el cielo sufre tristeza?
Las lágrimas de María son un signo de su amor por todos sus hijos. Son un llamamiento a la conversión, abandonando el camino del pecado y del mal. Al mismo tiempo, son una invitación a tener compasión de todos, a dejarnos conmover por las miserias y por los sufrimientos de nuestros hermanos, a tener misericordia.
Es verdad que María está en el gozo del cielo, pero está también cerca de cada uno de nosotros como nuestra madre. Lo quiso Jesús cuando, desde la cruz, mirando a María, dijo al discípulo predilecto: “¡He ahí a tu madre!” (Juan 19,27).
Por otra parte, la bienaventuranza celeste es la alegría del amor, y no significa indiferencia, sino al contrario, participación, compasión, afecto profundo.
Es Dios mismo el que nos ama así, como enseña la Biblia. “Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura”, dice Dios a su pueblo Israel (Oseas 11,8).
El mismo Jesús, el Hijo eterno que nos revela el rostro del Padre, lloró varias veces: por la muerte de su amigo Lázaro (Juan 11,35), mirando a la ciudad de Jerusalén que no acogía su anuncio (Lucas 19,42).
Hay un hermoso artículo de Primo Mazzolari sobre las lágrimas de María. Cito un pasaje:
“Donde una mamá llora, hay un calvario con una cruz encima, y a sus pies la Virgen que llora por las penas de su criatura. No hay una sola lágrima de madre que no le pertenezca, como tampoco un hijo que no sea suyo y por el que no llore cuando él sufre. No es necesario ir a La Salette o a Fátima o a Siracusa para acordarme de las lágrimas de la Virgen: pero esos lugares me confirman el milagro de cada momento, por el que la maternidad divina es exaltada por su humana piedad”.
Mazzolari explica que las lágrimas de María quieren vencer la aridez de nuestro corazón.
A veces, no basta con pensar en el ejemplo de Cristo o en Dios Padre misericordioso, sino que “hacen falta las lágrimas de la Virgen, hace falta su piedad para vencer la resistencia de nuestros corazones. Las lágrimas de la Madre son más persuasivas e insinuantes: como ciertas lluvias lentas y continuas, sin viento, calan hondo, van a las raíces del sentimiento y lo impulsan hacia la piedad”.
Y prosigue:
“Las lágrimas de la Virgen son el antídoto mejor contra el endurecimiento del corazón del hombre. Si ella no llorara a lo largo del viacrucis de toda criatura humana, si sus hijos no viesen cómo llora en cada madre, la piedad habría ya abandonado la tierra.
La Virgen llora, no protesta: la Virgen llora, no maldice: la Virgen llora, no condena. Y sin embargo, en esas lágrimas, como sobre un motivo de comunión irresistible, se condensa toda onda de bien. Gracias a estas lágrimas empiezo a entender por qué la Virgen es llamada ‘la omnipotencia suplicante’.
¡Señora de las lágrimas, llora por nosotros! No te pedimos sino el último lugar de tu lágrima más pequeña, oh Virgen del Llanto, oh Señora de la piedad”.