La perspectiva de la resurrección le da más valor a mi dolor presente
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Quiero abandonar esa tristeza que a veces tengo cuando pierdo, fracaso, o dejo de tener lo que más amo. Porque así es el amor. Amo y sufro.
Se rompe mi corazón al amar, como el de Jesús en la cruz. Como el de María, la hermana de Marta, en Betania al amar a Jesús vertiendo en sus pies perfume de nardo.
El amor que no se entrega, huele mal. El amor que se da sufriendo, cambia el olor, la atmósfera que lo rodea.
El amor de Jesús derramado en su sangre en la cruz cambia todo lo que toca. Quiero aprender a amar así.
Quiero tocar un amor que tiene vocación de eternidad. Por eso no me detengo en el dolor. Miro al cielo.
Veo a Pedro llorando en su debilidad. A María, mi Madre, sujetando a su hijo muerto. Miro al cielo. Duele tanto la pérdida, el final, la derrota. El orgullo cuando caigo por culpa de mi debilidad…
Me amargo por no haber sido más fuerte, más puro, más fiel. Mi orgullo herido cuando no sé amar como me aman.
Me quedo mirando los bienes que brotan de la tierra. Los bienes caducos que me ofrecen. Quiero retenerlos. El amor con olor a perfume. Todo temporal.
Mi anhelo es eterno. Yo me aferro al camino trazado. Al sueño que parece casi hacerse realidad.
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Una cruz bloquea el camino. Quiero retener lo que ahora poseo. La muerte siempre irrumpe. Es la única certeza que tengo en mi vida.
Medito en la fugacidad de mis días, de mi amor. ¡Cuánto pesa el paso de los años! Me deja gastado. Pero pasa fugazmente y no puedo retener mi presente ni tan siquiera una hora.
Beso la cruz bendita que se abre al cielo. El cuerpo muerto de Jesús que huele a nardos. Su llaga abierta llena de amor.
Por la hendidura de su costado vislumbro el cielo. Siento en mi alma su último suspiro. Sus palabras que caen cadenciosas en mi corazón herido.
La muerte es lo que más temo. La vida lo que más deseo. La vida temporal que poseo. Una vida eterna que sueño.
¿Cómo puedo comprender una eternidad cuando vivo recogiendo minutos en mi reloj de cuerda? Hago planes. Doy gracias por el pasado. Tomo decisiones en presente.
¿Cómo se conjuga la vida eterna? ¿Un presente continuo en el que nada pasa y nada muere? ¿Cómo se puede amar para siempre?
Una vida eterna engrandece mi presente. Estoy sembrando para el cielo. Estoy cosechando para el día en el que todo será pleno. El papa Benedicto XVI decía:
“Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento. La humanidad pierde la valentía de estar disponible para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas que la caridad universal exige”[1].
El cielo me ensancha el alma. La perspectiva de la resurrección le da más valor a mi renuncia de hoy, a mi dolor presente. Desde la cruz mi mirada llega más lejos.
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Sueño con lo eterno y así lo cotidiano es trascendente. Se alegra mi corazón. Sueño con la vida eterna que aún no poseo.
Pero ya la previvo postrado ante una cruz desnuda. Me anticipo al mañana dando la vida hoy. Amando hoy.
Cuento con mis torpezas. Deseo que el hoy sea eterno. Para eso construyo con calma. Y en profundidad.
Me importa lo que amo. Es para siempre. El corazón que amo es mi lugar sagrado en el que toco a Dios.
Tiene valor todo lo que hago, todo mi amor derramado. No es monótona la vida eterna. ¿Cómo puedo cultivar un amor sin sombras y para siempre? ¿Y una vida plena sin debilidad ni fracaso?
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Aquí en la tierra siembro para el cielo. Derramo mi amor que huele a nardos. Me enamora esa plenitud que aquí presiento como deseo. Y no quiero dejar de vivir la vida para siempre.
No tiene fin mi amor humano al pensar en el cielo. Y la renuncia que hoy hago tiene un significado hondo, un eco eterno.
El cielo se cubre de estrellas para mostrarme la alegría de Dios al mirar mi vida como es, como sueño.
Y yo sonrío. Y Dios sonríe. Y me dice que estoy hecho para el cielo. Y que no tengo que apegarme a sufrimientos estériles que no merecen la pena.
La vida es algo grande. La eternidad me amplía el horizonte. El cielo se hace profundo ante mis ojos. No quiero dejar de soñar con el cielo que aún no poseo.
Beso la cruz que me duele. Y la muerte que hiere mi alma. Acepto la realidad que ahora es áspera. Y deseo esos bienes del cielo que serán para siempre.
Jesús abre una puerta antes cerrada. Su costado abierto. Hace posible lo imposible al cruzar el umbral de la muerte. Se precipita en unos días sin término que acaban con los tiempos que aquí poseo.
La eternidad llena mi alma de anhelos. La sed de infinito que Dios me ha dado. Sueño con ese Jesús resucitado que me llama por mi nombre. Me reconoce y yo a Él. Porque ha vencido. Ha triunfado en mis fracasos. Ha dado vida a mis muertes.
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[1] Benedicto XVI, “Caritas in Veritate”, 11