Uno de los sufrimientos de la “malamadre” consiste en creer que está descuidando involuntariamente a alguno de los hijos. Comprueba si es tu caso
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Llamarse “malamadre” es una forma irónica de vencer ese miedo de cualquier madre a hacerlo mal. Es el temor a no cumplir las expectativas, a no alcanzar las metas que de ella se esperan socialmente como madre. En definitiva, es el pánico (más o menos disimulado) a no ser la madre que todos esperaban y que ella misma había prometido ser.
¿ Te suena esa pesadumbre que una tiene cuando a última hora de la noche tu hijo te dice que era su cumpleaños pero entre tanto jaleo no le has dado ni un beso y en cambio sí le has hecho tres encargos?
¿Te ha ocurrido alguna vez que has dejado de recoger en la tintorería el traje que necesitaba el mayor para un acto social?
¿Y el mediano? ¿Qué tal va con el mediano, ese que no es el hombrecito de la casa ni tampoco el chiquitín que necesita de ti las 24 horas, y que mes tras mes va saliendo adelante como esas plantas de jardín que crecen entre cuadrante y cuadrante y a las que nadie riega?
Decirte a ti misma que eres “malamadre” puede ser muy bueno para echarse unas risas con las amigas y con otras madres con quienes compartes salidas de colegio o grupo de whatsapp. Sin embargo, no dejes que esa sensación de culpa te vaya minando por dentro.
Puede ocurrir que seas hiperresponsable y que a cada error reacciones como si recibieras un puñetazo en el estómago. Tampoco es eso. Sencillamente, toma nota de algunas estrategias para que cuando mires atrás pienses que, a pesar de tus limitaciones, vas educando bien a los tuyos.
Déjate guiar por esta galería:
- ¿Piensas que no tratas a todos tus hijos por igual? Entonces estás haciéndolo bien, porque no se tiene que ser igualitario con personas que son distintas. Es decir, con los hijos hay que ser equitativo y no igualitario. A cada uno lo debo tratar como merece (y merecen cosas distintas). La fórmula secreta consiste en querer de forma desigual a los hijos desiguales. Lo lógico es que por edad, sexo, temperamento, inteligencia y rendimiento escolar, todos merezcan un trato distinto al resto. Dáselo y sin problemas.
- No te acuestes ningún día sin visualizar la cara de cada uno. ¿Cómo estaba hoy? ¿Enfadado, disgustado, peleado, radiante, triunfador? Lo mismo si con uno de tus hijos solo has podido hablar por teléfono porque está con familiares o en un plan de salida del colegio o de un club deportivo. Por la voz tú vas a ser capaz de reconocer cómo está el niño. Que me disculpe Apple, pero en eso Siri nunca te va a igualar.
- Aprende a delegar. Tu marido sabe hacer las cosas tan bien como tú. Deja que te lo demuestre. Hoy he visto a un mecánico coser un disfraz medieval. Deja que el padre de tus hijos sea quien revise sus deberes del colegio, quien les prepare la ropa de mañana y quien se fije en si alguno tiene algún problema. Borra a la “malamadre” que llevas dentro y envíala al reciclaje en la primera noche que leas esto.
- Ponte metas realistas y asequibles. Cada semana, por lo menos dedica un espacio de tiempo considerable a cada uno. Solos tú y él. Para que compruebe que lo miras de verdad, que le escuchas de verdad y, sobre todo, que lo quieres. Porque en la materia del amor eres insustituible. Así podrás “comprobar” que has estado pendiente de él o podrás poner remedio urgente.
- Los hijos tienen un sentido especial de la maternidad y la paternidad. Notan cuándo hay cariño, y no me refiero a algo cuantificable sino a la calidad del amor de sus padres. Da igual si es media hora al día o si solo es un beso en la frente y las buenas noches. Ese amor es imprescindible y ha de pasar por delante de actividades extraescolares, viajes y horas de sofá ante el televisor, el móvil o la play (y me refiero a los papás, you know what I mean). En cuestión de cariño, las matemáticas cuadran: amor a tus hijos por infinito, igual a amor infinito.