Cuando Pedro, la roca, se convirtió en arena
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Al apóstol Pedro vivió una noche oscura sin amanecer posible. En un patio lleno de miradas acusadoras. Allí le preguntaron por tres veces si amaba a Jesús más que el resto, más que ninguno.
Se encontraba solo porque sólo él se había atrevido a tanto. Estaba muy cerca de Jesús. Podía verlo de lejos. Casi podía tocarlo, abrazarlo, sostenerlo. Sentía en su alma un dolor muy hondo. Una angustia profunda y seca. No podía salvarlo.
Podía haber respondido que sí, que era de ellos y que lo amaba. Y haber muerto a su lado. Una cuarta cruz, quizás. Deseando entrar en el paraíso. Pero no fue capaz.
Y ahora Jesús le pregunta si lo ama.
“Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: – Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Él le contestó: – Sí, Señor, Tú sabes que te quiero. Jesús le dice: – Apacienta mis corderos. Por segunda vez le pregunta: – Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contesta: – Sí, Señor, Tú sabes que te quiero. Él le dice: – Pastorea mis ovejas. Por tercera vez le pregunta: – Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: – Señor, Tú conoces todo, Tú sabes que te quiero. Jesús le dice: – Apacienta mis ovejas”.
¿Me amas más que el resto? ¿Pero es que no ha visto Jesús esa negación tan clara? ¿Es que no ha mirado sus ojos llorosos? ¿Es que no oyó cantar el gallo? ¿Por qué le pregunta si le ama si ya ha oído sus negaciones?
Pero Jesús pregunta. Vuelve a creer, a confiar, a esperar. Quiere palabras. Antes Pedro le había mostrado hechos. Una traición es un hecho. Tiene más fuerza que cualquier promesa.
¿Cómo puede Jesús volver a confiar en él? Le ha fallado. Le ha mostrado su debilidad. Ya no es el Pedro valiente de la última cena que hubiera respondido erguido a estas preguntas.
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No es el apóstol que tiene todas las respuestas reveladas en su carne por el Espíritu. Ya no es el Pedro que desenvaina la espada en el huerto de los olivos, pretendiendo defender al Maestro. Ya no es el Pedro audaz que se esconde entre la gente siguiendo a Jesús con la mirada.
Ese Pedro era otro. Era altivo y valiente. Orgulloso y firme. Seguro de sí mismo e íntegro. Sin mancha. Era un Pedro glorioso.
¿Qué podía ofrecerle ahora este Pedro roto? Ahora está ante Él otro Pedro muy distinto. Es un Pedro que ha sufrido. Ha experimentado el fracaso de sus fuerzas.
Ha caído cuando ningún otro había caído antes tan bajo. Ha visto el dolor de sus heridas. Ha huido tembloroso.
¿Dónde está el Pedro que Jesús amó en Galilea? Ha cambiado. ¿Cómo iba a responderle que sí a Jesús que lo sabía todo y conocía tan bien su pecado?
¿Cómo iba Jesús a amarlo a él que ahora era tan débil? La piedra convertida en arena. ¿Cómo construir nada sobre una roca hendida en lo más hondo? Una roca quebradiza y frágil.
Jesús no lo ve igual. Para Jesús es verdad que Pedro ha cambiado. Pero para bien. Es lo que soñaba. Un Pedro herido, débil, pecador. Un Pedro lloroso y lleno de miedo.
Quizás este Pedro sí que pueda seguir ahora al maestro. Ha cambiado. Es otro hombre. Alguien en quien puede entrar y hacerse roca. Está abierta la hendidura. La herida en la roca. La grieta que abre la puerta del cielo.
Jesús pregunta a Pedro lo que nunca le había preguntado. El amor precede a la acción. El amor va antes. Le pregunta. Pedro dice que sí, que lo ama. Que su corazón ama como el primer día. Tal vez más. Más que estos, incluso.
¿Cómo tiene valor para decir que sí? Tal vez yo hubiera dicho que no. Que mis actos valen más que mis palabras. Y mis silencios culpables tienen más fuerza que mis síes de ahora.
Yo no sé si hubiera sido capaz de enfrentar estas tres preguntas sin turbarme, sin llorar, si huir. Tendría miedo. Un Jesús resucitado que mira mi alma y conoce mi pecado.
¡Cuántas veces huyo de Dios cuando peco, caigo y no soy valiente! Huyo esquivando su mirada. Huyo no creyendo en su misericordia. Si Dios es justo, pienso, no merezco el perdón. Merezco el castigo, la soledad y el abandono.
Jesús levanta a Pedro. Lo alza sobre la roca rota de su vida. Lo levanta por encima de sus miedos. “Apacienta mis ovejas”. No sólo lo perdona, sino que lo hace pastor de ovejas. Cabeza de su pueblo. Piedra de su Iglesia.
Sobre su amor herido construye el reino: “Dicho esto, añadió: – Sígueme”. Me parece imposible. El amor de Jesús levanta a Pedro y lo hace todo posible. Puede seguirlo ahora, no antes de haber negado.
La humillación de Pedro salva su vida para siempre. Todo comienza de nuevo. Con tres preguntas. Con tres respuestas.
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