El entrenamiento y la competición nos hace crecer. Sin embargo, no podemos permitir que ahoguen otras facetas de nuestra vida
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El deporte ocupa cada vez un tiempo más grande de nuestro día. No solo por la necesidad de entrenar sino porque, sobre todo en las ciudades, se ha convertido en un núcleo de encuentro social.
Encontramos y hacemos amigos practicando el deporte que más nos gusta. Y a nivel mundial se organizan convocatorias que nos emplazan a viajar para acudir a determinadas competiciones.
Ya no son solo la maratón de Boston o Nueva York, sino decenas de actividades cada fin de semana en los más diversos puntos del planeta.
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Una de las líneas que más crecimiento está experimentando es la de los deportes de riesgo y la de los que exigen un gran esfuerzo: el triatlón, el trail (caminar a la máxima velocidad por la montaña), modalidades de surf unidas a motor…
Y de todo ello aparecen un montón de noticias acerca de deportistas que consiguen logros personales que nos dejan con la boca abierta.
En equipos ocurre otro tanto y cada vez la competencia es más dura, sobre todo en los niveles profesionales.
El resultado es que el deporte ya no se emplea para descansar sino para obtener victorias, superar retos o incluso ganar apuestas.
Visto así, el espíritu deportivo queda herido. ¿Sería bueno retormar los orígenes? ¿Volver a los partidos de futbito con los amigos sin más pretensiones que encontrarnos y pasar la tarde juntos? ¿O hacer unas rondas de canastas en la cesta de la calle vecina y así charlar con la pandilla? Sería algo así como asumir una “slow life”, un regreso a la vida calmada.
El deporte se ha complicado hasta tal punto que para practicar algunos de ellos es preferible hacer una prueba de esfuerzo, no vaya a ser que nos dé un infarto. ¿Era necesario llegar a esto?
Además, psicólogos y psiquiatras están detectando que la práctica desordenada del deporte no sirve para paliar la soledad o el estrés de muchos, porque no se hace en las condiciones debidas. En vez de repararnos, nos sentimos más aislados (aún entre una multitud) y más derrotados.
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Ponte retos a tu medida
Ponerse retos es muy positivo siempre y cuando no suponga una sobrecarga de ansiedad y estrés añadida a la que solemos llevar a causa del trabajo. Además, esos retos han de servirnos como motivación pero nunca han de obcecarnos.
- ¿Abandonas las obligaciones de tu familia por entrenar más tiempo?
- ¿Haces que tus hijos te vean poco en casa porque prefieres pasar largos ratos de entrenamiento?
- ¿Obligas a tu familia a cambiar planes de ocio y de fin de semana para salirte con la tuya y acudir a los eventos deportivos que te interesan?
- ¿Condicionas la economía familiar a los objetivos que te has marcado en tu nueva afición?
Puede que la familia esté feliz y contenta con esos planes tuyos, pero antes de hacerlos asegúrate de que no solo te mueve el egoísmo.
Saber perder
¿Cómo puedes comprobar que no hay egoísmo? Cuando sabes perder.
Saber perder significa:
- que encajas un cambio de planes porque hay un acto familiar importante.
- que no te hundes cuando tienes una lesión.
- cuando tu marca no es la que tú te habías propuesto, pero no pierdes la sonrisa.
- cuando tu equipo sufre una derrota y no estás una semana con cara de perro.
- cuando enseñas a tus hijos que perder es normal y forma parte de la vida deportiva.
- cuando al perder aprovechas para enseñar a tus hijos a hacer examen de por qué ha sucedido eso.
En todos esos casos, saber perder es a la vez saber ganar, porque uno aprende a estar pendiente de los demás y a colocar las aficiones en el lugar que les corresponde. Tener una jerarquía de valores no implica quedarse sin deporte, sino sencillamente saber qué cosas van por delante y qué cosas por detrás en tu vida y en la de tu familia.