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¿Sabías que un día fue ilegal ser sacerdote en Nueva York?

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Ray Cavanaugh - publicado el 15/06/19
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Tal vez no conozcas este capítulo oscuro –y extraño– de la historia de Estados Unidos

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Desde las oleadas inmigrantes de irlandeses, polacos e italianos hasta el posterior influjo de latinoamericanos, la Ciudad de Nueva York ha sido siempre un bastión vibrante del catolicismo. Dicha historia hace que parezca especialmente extraño que hubiera un tiempo en que simplemente ser un sacerdote católico en Nueva York fuera una ofensa criminal punible por ley con la muerte.

Esta sorprendente ley, que hace mucho quedó ya abolida, se aplicó solamente una vez. Y se aplicó sobre John Ury, un graduado de la inglesa Universidad de Cambridge que trabajaba en la Ciudad de Nueva York como profesor de latín.

Ury llevaba poco tiempo viviendo en la ciudad y algunos de sus vecinos empezaron a sospechar que, en realidad, era un sacerdote católico. El hecho de que su especialización fuera la enseñanza de latín no hacía sino acrecentar esta sospecha, ya que el antiguo idioma de Roma se relacionaba estrechamente con la Iglesia católica.

Ury había entrado en un clima de intolerancia y paranoia. Como Gran Bretaña había estado involucrada en una sucesión de guerras con España, había preocupaciones por que la nación católica usara colegas católicos para infiltrarse en las colonias británicas e intentar causar agitación.

También preocupaba que la creciente población esclava en la ciudad –que había llegado a aproximadamente un tercio de una población total de 12.000 personas– propiciara un riesgo considerable de rebelión.

Tras una serie de incendios sospechosos durante marzo y abril de 1741, la tensión era palpable. Cuando surgió una supuesta gran conspiración que incluía a esclavos negros y pobres blancos que tratarían de tomar el control de la ciudad, al “Padre Ury” le cayó la etiqueta de cabecilla de la trama. 

Lo cierto es que Ury no era católico romano, sino un nonjuror de la Iglesia de Inglaterra. La designación nonjuror hace referencia al clero anglicano que se negaba a profesar un juramento de lealtad a la Corona británica.

El juicio de John Ury comenzó el 29 de julio de 1741. Mary Burton, una criada de 16 años contratada en régimen de semiesclavitud, fue la testigo principal de la acusación. Ella testificó que Ury había estado bautizando a esclavos negros en una taberna local y luego animándoles a provocar incendios y cometer asesinatos, unos pecados que Ury, como sacerdote católico que era, tenía el poder de perdonar.

Burton, cuyas declaraciones judiciales a veces eran inconsistentes y que supuestamente había recibido pagos por su testimonio, contó que se había urdido un plan para incendiar una iglesia protestante en el cercano Día de Navidad. Añadió que Ury sugirió posponer el incendio a un día más cálido para “que el tejado estuviera seco” y condujera mejor las llamas. 

Según la fiscalía, las ambiciones destructivas de Ury eran debidas a su empleo “por otros sacerdotes y emisarios papistas”. Otra razón fue “su celo por esa religión asesina: ya que la religión papista es así, que considera no solo lícito, sino meritorio, matar y destruir toda opinión que difiera de la suya, si así sirviere al interés de su detestable religión”.

La acusación se lanzó entonces en un ataque contra las “absurdidades” de la transubstanciación, la doctrina católica de que la sustancia del pan presentada para la Eucaristía se transforma en el Cuerpo de Cristo. De algún modo, el tribunal consideró todo esto relevante para el caso.

Como ningún abogado estaba dispuesto a asistirle, Ury tuvo que defenderse él mismo. Presentó testigos que testificaron que él era de verdad profesor de latín. También se esforzó en mostrar que no era “papista” sino, más bien, anglicano. Sin embargo, nadie le escuchaba. Fue declarado culpable el 29 de julio, el mismo día del inicio del juicio. El jurado de 12 personas necesitó 15 minutos enteros para deliberar.

Según el tribunal, había dos razones para ejecutar a Ury: la primera, que era “una persona eclesiástica, por pretendida autoridad de la Sede de Roma y venida a permanecer en la Provincia de Nueva York”. La otra razón fue su papel entre los “conspiradores en la Trama de los Negros para incendiar la ciudad de Nueva York”.

Mientras estuvo en prisión esperando su ejecución, Ury escribió un discurso que abordaba su inminente destino. “Ahora voy a sufrir una muerte acompañada de ignominia y dolor; pero este es el cáliz que mi padre celestial ha puesto en mi mano y lo bebo con placer”. Fue al patíbulo el 29 de agosto. 

De ningún modo fue Ury el único en recibir un castigo severo por supuesta conspiración. De hecho, 18 residentes negros de Nueva York fueron ahorcados, otros 14 quemados en la hoguera y 71 más desterrados a tierras lejanas. Varias personas blancas, incluyendo el propietario de la taberna donde comenzó la presunta conspiración, terminaron también en el patíbulo.

Con todos los acusados de alborotadores colgados, quemados o exiliados, la ciudad celebró un día festivo el 24 de septiembre.

La muerte del no católico Ury sirve de vívido ejemplo de lo intensa que era la hostilidad anticatólica en aquel tiempo. Con el paso de los años, muchos mártires han entrado en situaciones inestables de irascibilidad dispuestos a morir por su religión. Ury no pertenece a esta categoría: él fue obligado a morir por una fe que ni siquiera era la suya.

Lejos de ser un agente de rebeliones violentas, lo más probable es que lo único que tramara Ury fuera cómo dar su próxima clase de latín. Su “martirio” quizás no fuera de los más gloriosos, pero sin duda sí fue extraño.

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