¿Quién alcanza el estado de oración perpetua? El hombre despierto a la vida del Espíritu
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La oración de la que vamos a hablar es más o menos igual a lo que los Padres orientales han llamado “oración del corazón”, una oración que busca su fuente y su raíz en el fondo mismo de nuestro ser, más allá de nuestro espíritu, de nuestra voluntad, de los afectos y aun de las técnicas.
Por la oración del corazón, buscamos al mismo Dios o las energías del Espíritu en las profundidades de nuestro ser, y lo encontramos invocando su nombre.
“Cuando decimos que el hombre debe descubrir la oración del corazón, estamos pensando en las energías del Espíritu que habitan en su corazón (Rom 8, 9-11) para transfigurarle. El mismo cuerpo participa de esta transfiguración en el momento en que es renovado, transformado y santificado por el Espíritu“.
Entonces la oración se desintelectualiza, se identifica con el ser físico y se adhiere al ritmo de la respiración. Esto nos puede parecer extraño pues, como consecuencia de nuestra mentalidad racionalista, tendemos a imaginar al Espíritu Santo como un Espíritu connatural a la inteligencia, mientras que el Espíritu Santo trasciende la inteligencia del hombre y su naturaleza corporal, y puede santificar y transformar todo.
Las reflexiones se basan en el libro de Jean Lafrance La oración del corazón. Las citas son tomadas de allí.
La peregrinación al corazón
Muchas veces solo vivimos. No somos conscientes de lo que llevamos dentro. Estamos como adormecidos y dejamos dormitar en nuestro corazón las energías del Espíritu.
“En el Evangelio, Cristo no cesa de repetir que hay que velar y orar, tras la puerta, esperando su vuelta: «velad, estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre” (Mt. 24, 42-44).
El hombre así despierto debe aprender a convertirse en vigilante, es decir en un ser que espera pacientemente en silencio, que el rostro de amor de Dios quiera revelarse a los ojos de su corazón.
Orar se convierte entonces en una larga espera, muda y silenciosa, animada por un intenso deseo de ver el rostro del Padre.
Las disciplinas de este estado de alerta están pues ligadas al dominio del tiempo. Si el aspirante a la oración interior está impaciente por ver el rostro de Dios, su oración correrá peligro de convertirse en un movimiento en el que cambia continuamente sus términos de referencia.
Debe, pues, aprender a dominar el tiempo y a colocarse en presencia de Dios, sin tratar de huir ni de dar a esta presencia un contenido racional o emocional“.
Es como aprender a sorprender al corazón en oración sin que la razón prepare nuestro diálogo con Dios.
Todo esto tiene que ver con abrirnos auténticamente a la conversión. Ésta no es una gracia de fuerza, sino de luz; una luz que no podemos fabricar nosotros mismos.
Dios no nos pide que la fabriquemos sino que la aceptemos y nos dispongamos a recibirla esperándola con deseo. Ésta es la fidelidad de los que velan esperando la visita del Maestro. Obtendremos la gracia de esta visita en la medida en que aceptemos que la necesitamos.
Despertar el recuerdo de Dios
La conversión es una verdadera revolución. Se trata de que el mundo no gire a mi alrededor, sino alrededor de Dios y de los demás.
“De este modo en el movimiento de conversión, el hombre encuentra su verdadera naturaleza que es el ser oración. (…) Es preciso volver a insistir sobre la adoración como movimiento espontáneo y constitutivo del hombre, pues es la única manera de entender que está llamado a la oración continua. Está hecho para el rostro y la comunión”.
La inclinación del corazón del hombre es ofrecerse, amar y buscar a Dios, en una palabra, adorar. Para adorar es necesario haber visto su rostro y sentirse atraído por Él. Para adorar hace falta más que la visión, hace falta el amor. Darnos a Dios.
“En vez de ofrecer un día perfecto (¿qué significa eso?) ofrecemos un día lamentable, ¿qué importa, con tal que se ofrezca? Dios puede hacer lo que quiera del menor instante de nuestra vida si nosotros estamos decididos a ofrecérselo tal como es. Para liberarnos de todos nuestros complejos, lo más sencillo es darlos tal como son, sin tratar de librarse de ellos antes. Los que se acicalan antes de presentarse a Dios, parecen como si no quisieran darle todo, sino lo más hermoso, aunque sea precisamente lo feo lo que desea curarle Cristo”.
La oración continua
“Cuanto más se avanza en la vida de oración o en la formación para la oración, más se llega al convencimiento de que no hay más que una sola palabra para los que quieren aprender a orar: “perseverad”“.
Esta perseverancia está ligada íntimamente a la fe y a la confianza. Muchas veces oramos constantemente pero rezamos mal y no obtenemos nada. Ponemos nuestra confianza no en Dios sino en nuestros métodos.
“Todo el que se ponga a orar debe estar animado por el deseo de recibir el don de la oración continua, es decir el deseo de orar rigurosamente todo el tiempo, sin cansarse jamás, como dice el Evangelio. En este punto no es posible transigir: es el carácter totalmente absoluto de nuestro deseo, y sólo él, lo que nos autoriza y nos obliga a no desanimarnos nunca del éxito mediocre de nuestros esfuerzos, en particular cuando estamos obsesionados por alguna tentación o arrastrados por algún torbellino, más o menos duradero, que hace imposible el recogimiento”.
Para alcanzar la oración constante es necesario aclararse. El combate que supone nuestra búsqueda o nuestra huida de Dios se sitúa en el plano de la intención que anima nuestro corazón: o queremos que nuestra oración transforme todo o nos queremos preparar un “buen sitio” de oración:
“En este punto no es posible transigir: o somos hombres invadidos totalmente por la oración, o nos estamos preparando un buen sitio en la oración, reservándonos una pequeña parte personal, y no entendiendo nada del espíritu del Evangelio. En mi vida, he encontrado muchos hombres amantes de la oración, que consagran a ella una gran parte de su tiempo y están interesados por todo lo que se escribe sobre este tema, pero debo confesar que he encontrado muy pocos hombres de oración, es decir seres en los que no es posible distinguir entre reflexión, acción y oración, de tal manera que se sientan poseídos por esta oración que transfigura toda su vida. Hagámonos en este sentido una pregunta: ¿cuando nos acaece una pena, una tentación, una prueba o una alegría, nuestro primer movimiento es pensar en salir de ella, o nos ponemos de rodillas para alabar a Dios o para suplicarle que mueva nuestro espíritu y nuestro corazón de acuerdo con su voluntad?“.
La oración ininterrumpida
“Cuando el hombre ha adquirido la costumbre de acudir a Dios en todas sus cosas, para presentarle sus peticiones o para bendecirle en la acción de gracias, entra en un estado de oración incesante. Ha liberado en él su corazón de oración y se sorprende al ver cómo esta oración nace de su interior sin darse cuenta”.
En otras palabras es la unificación del hombre a partir del corazón en el cual habita Dios. El hombre iluminado por esta luz del Espíritu vive a partir de un centro, que ilumina e irradia toda su persona.
Parece que algo se eleva de las profundidades de nuestro ser. Una energía íntima o una fuente de luz que irradia su propio brillo.
Mientras más conozco a mi amigo, más me lleno de su presencia.
Entonces, ¿quién alcanza el estado de oración perpetua?, el hombre despierto a la vida del Espíritu:
“El que pone en Dios su confianza se libra de toda preocupación, no tiene ya miedo de nada ni de nadie, es un ser libre. Un santo puede seguir teniendo miedo de los acontecimientos, pues le desconcertarán siempre, pero no tendrá miedo de Aquel que dirige los acontecimientos, pues sabe “en quién tiene puesta su fe”” (2 Tim. 1,12).
El verdadero amor
A menudo nos repiten que deberíamos hacer un esfuerzo para amar a los demás o para vencer una antipatía, y por eso hemos llegado a creer que el amor al prójimo depende de nuestra buena voluntad.
Es cierto, el amor exige una actividad por nuestra parte, pero tiene que situarse en las profundidades de nuestro corazón, allí donde está derramado el amor.
“Pasa con el amor al prójimo lo mismo que con la oración; mientras intentemos hacer que nazca fuera, con el esfuerzo de la inteligencia o de la voluntad, fracasaremos lamentablemente. Este amor no es una virtud moral. Antes de amar a Dios y a los hermanos, hay que vivir la realidad de que Dios me ama. Se trata de un amor recibido, es la vida del resucitado derramada en nuestros corazones”.