En el amanecer de este 26 de julio, ha muerto, a los 82 años, el purpurado cubano, figura clave de la Iglesia y del país.
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Una antiquísima súplica navideña de los cristianos pide a Dios “la prudencia que hace verdaderos sabios” (Cfr. Gozos de la Novena de Navidad). Prudencia y sabiduría que definen perfectamente el talante, la personalidad, el temperamento, el espíritu y perfil de Jaime Lucas Ortega y Alamino, Cardenal de Cuba. Prudencia y sabiduría definen, de la mejor y más adecuada manera, el ser y el quehacer de este hombre ilustre, gran cristiano, generoso sacerdote y pastor y eminente cubano.
Gran regalo del Dios de la vida es para cualquier ser humano un gran amigo. Pero mejor regalo es tropezar en la vida con un gran hombre, y un gran amigo, sobre todo si virtudes exquisitas y excepcionales como la prudencia y la sabiduría lo adornan y con ellas procede e ilumina todo a su paso.
Me propongo dejar aquí no un recuento cronológico-biográfico de JAIME Cardenal ORTEGA sino un testimonio del regalo y premio que me hizo la vida al permitirme gozar de la amistad de Jaime Ortega, del conocimiento cercano de su ser y misión que el honor de su amistad me permitió y la manera como su cercanía ha acompañado e iluminado mi propio ser y quehacer.
A Monseñor Jaime Ortega lo conocí recién nombrado él Arzobispo de la Habana en 1981; año en el que fue invitado por el entonces Cardenal de New York, N.Y. Terence Cook a dirigir las jornadas de reflexión espiritual anual de los sacerdotes hispanos de dicha Arquidiócesis. Tarea que realizó Monseñor Jaime Ortega bajo el pastoreo de John Cardenal O´Connor de la Iglesia neoyorquina pues, inesperadamente, había muerto para el momento de dichos retiros espirituales anuales del clero hispano el excelentísimo Cardenal Terence Cook.
Evoco esta circunstancia, porque – además – dio lugar al nacimiento de una estrecha e importantísima amistad entre los Arzobispos O´Connor de Nueva York y Ortega de la Habana que perduró por muchos años y que produjo enormes beneficios para la vida y misión de la iglesia en Cuba en medio del régimen que allí ha gobernado por ya seis décadas.
Precisamente aquí radica la grandeza de la vida y obra del Cardenal Jaime Ortega. En que por ya casi cuatro décadas y en el contexto socio-político cubano ya mencionado y por todos conocido – con inigualable y rara mezcla de prudencia y sabiduría – sembró evangelio y cosechó esperanzas de un porvenir mejor para su Patria, desde su humanidad, su cristianismo y su vocación y ministerio sacerdotal y episcopal. Siembra y cosecha por la que hoy, el Cardenal Jaime Ortega resulta y se erige como una figura imprescindible para entender y explicar la vida e historia de la Isla en las últimas décadas y de la Iglesia Católica en ella.
Falta tiempo para que el papel protagónico realizado por el Pastor Jaime Ortega en Cuba y en la Iglesia Católica que peregrina en la Isla sea suficientemente sopesado, valorado y extrañado. Su desempeño pastoral, siempre apegado y fiel a los principios más genuinos del evangelio de Jesucristo – que no a posturas ideológicas o politiqueras – ha sido bien reconocido y aplaudido por unos e incomprendido y malamente criticado por otros. Porque es difícil permanecer indiferente ante la vida y obra de este gran pastor.
Porque Jaime Ortega es – primero y sobre todo – un gran Pastor de la Iglesia Católica. Y como padre, pastor y máximo jerarca de la grey cubana por tantos años, ha servido y ha perdonado, ha anunciado y ha denunciado, ha trabajado por la justicia y por la verdad, ha llamado – a tiempo y a destiempo – a la unidad y a la reconciliación por el perdón de los cubanos dentro y fuera de la Isla, sin olvido de la historia reciente, para que, según sus propias palabras “el odio resulte perdedor”.
A Jaime Ortega le correspondió ser cabeza de la Iglesia Católica y protagonista de la vida de una sociedad y nación convertida en centro de atención para el mundo por su proceso político social de la llamada “revolución cubana castrista” y en el contexto mundial de la llamada “guerra fría” entre las dos potencias mundiales de entonces. En este contexto siempre convulso y nada fácil hemos de leer el texto de la vida del Cardenal Ortega: el texto que es su vida y su obra. Un texto siempre diáfano y siempre franco. Siempre honesto y siempre sincero. Siempre austero y siempre brillante. Siempre prudente y siempre sabio. Siempre generoso y siempre dispuesto al sacrificio y al servicio a todos por el Evangelio. Y, sobre todo, siempre sin claudicar…
En dicho contexto, Jaime Cardenal Ortega fue siempre una figura indispensable en las relaciones Iglesia-Estado, ya en la lucha por reabrir y reconquistar espacios perdidos para el quehacer de la Iglesia en Cuba o ya trabajando por la liberación de presos políticos. Viajando por el mundo como voz de los cubanos sin voz o reconstruyendo la diezmada, deprimida y ácefala estructura de la Iglesia en la Isla. Iglesia – en su momento – postrada, deprimida y aislada internacionalmente y sin recursos ni personal. Animando y forjando la esperanza de los cubanos en general y de los cristianos católicos en particular e invitando al diálogo del gobierno con los obispos católicos de la Isla. Recibiendo a toda importante personalidad y representantes de organismos internacionales que visitan la Isla y que piden siempre encuentro con el Arzobispo de la Habana o mediando, forjando e interviniendo en acuerdos migratorios entre el gobierno cubano y el gobierno de los Estados Unidos.
Durante su largo ministerio episcopal consagró obispos, ordenó sacerdotes, reconstruyó templos, reconquistó propiedades de la Iglesia que ya se daban por perdidas; encontró espacios de diálogo y abrió nuevos para los católicos en la Isla con un nuevo impulso eclesial y misionero. En el ejercicio de su pastoreo, y gracias siempre a su prestigiosa intermediación, visitaron Cuba los últimos tres Papas: Juan Pablo II (1998), Benedicto XVI (2012) y Francisco (2015).
Su distinguida y arrolladora personalidad, su prudencia y sabiduría, su autoridad y mediación, fueron logrando espacios de diálogo y credibilidad en Cuba y en el resto de América Latina, en Roma y en el gobierno cubano, que en los primeros tiempos por desconfianza lo marginó. Espacios y credibilidad con el gobierno y con la Iglesia Católica en los Estados Unidos. Prueba de ello son las ayudas logradas por el Cardenal Ortega para la Iglesia en Cuba, especialmente para la acción pastoral y social con los más desfavorecidos y empobrecidos de la sociedad cubana.
Fiel al lema de su pontificado que reza en su escudo: “Te basta mi gracia” (la gracia de Dios), mi amigo el cardenal Jaime Ortega sirvió fielmente a la Iglesia y al Evangelio navegando entre aplausos y vituperios, entre incomprensiones y reconocimientos, entre la gloria de servirle a Dios y el sacrificio por la coherencia y adhesión a la cruz de Cristo.
Jaime Ortega: un hombre de letras, intelectual y conocedor de varias lenguas, con gusto por el arte clásico y sencillo y afable en el trato cercano vivió una vida de ochenta y dos años que a todos nos edifica y que, como ya lo dije, no nos deja indiferentes.
La vida y obra de Jaime Ortega queda para la posteridad. Seguro estoy que el juicio histórico lo encontrará como lo que fue: un gran ser humano, un amigo sin tacha, un cristiano ejemplar y un pastor entregado a las mejores causas por el bien de todos, especialmente de aquellos a él encomendados.
Esta es la impronta que el Cardenal Jaime Ortega deja en mí y – de seguro – en la vida de todos aquellos los que tuvimos la suerte de cruzarnos por su camino de ochenta y dos años de fructífera e inigualable existencia. Que Dios a todos nos conceda, como a él, “la prudencia que hace verdaderos sabios”.
¡Siervo bueno, prudente, sabio y fiel, pasa al Banquete de tu Señor!