Pensaba que vivir con ansiedad era algo irremediable y hasta cierto punto normal, hasta que aparecieron cada vez con mayor frecuencia e intensidad el miedo y el estrés como acompañantes.
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Sentía una tensión muscular por la que con frecuencia me dolía el cuello y la cabeza, así que recurría con asiduidad a los analgésicos, sobre todo cuando adoptaba una actitud de vigilancia ante lo que suponía peligros inminentes, que más de una vez hicieron estallar mis nervios y lograron que la confianza de mi esposo e hijos resultara afectada.
¡Bah! —me decía a mí misma – soy la clásica aprensiva, ya se me pasara.
Lo cierto es que me preocupaba de manera excesiva y sin razón alguna por mi trabajo, la salud de mi esposo y mis hijos: desgracias que pudiera sucederles, las finanzas, o asuntos de menor importancia como las tareas del hogar o llegar tarde a las citas.
Lo hacía anticipándome a situaciones que no llegaban a suceder.
Claro está que me fatigaba, tenía dificultad para concentrarme o llegaba a tener la mente en blanco, igual no me era posible conciliar el sueño y verdaderamente descansar. Mi organismo empezó a ceder al resultar afectado mi sistema inmunológico, así que decidí hacerme un completo chequeo clínico.
Mi sorpresa fue que a los cuarenta y cinco años presentaba una dermatitis de origen nervioso, colitis crónica, hipertensión y diabetes. Lo preocupante es que por no hacerme chequeos regulares, no sabía desde cuándo tenía estas enfermedades y el daño que ya podían haberme hecho.
Con todo, recibí en esos momentos una gran lección de humildad, pues a pesar de todos mis esfuerzos por controlar mi vida, no pasaba de ser un simple mortal más que debía preocuparse y ocuparse de su realidad corporal, sujeta a la declinación del tiempo y al desgaste.
Ahora sí, con motivos reales para estar preocupada, recordé dos viejos refranes a los que mi padre apelaba ante las dificultades: “nadie hará por ti lo que solo a ti te corresponde” y “no hay mal que por bien no venga”.
Comprendí que debía tomar las riendas de mi vida, considerando con crudeza que estaba detonando en mi organismo enfermedades crónicas degenerativas, las cuales debía ver como la amarga medicina para sanar mis enfermas actitudes ante la vida.
Y debía ser así desde la perspectiva de:
- Los años que podía tener por delante y con qué posible calidad de vida se presentarían.
- Mi responsabilidad por mi salud como una forma de servicio a los demás.
- Superar mi relación conmigo misma y mi familia.
Pedí ayuda especializada por la que pude comprender que mis padres, sin proponérselo, me habían educado desde la perspectiva desde sus propias inseguridades, pues habían sido inmigrantes que tuvieron que trabajar y formar una familia, en un entorno desconocido y en ocasiones hostil.
Y por ello había desarrollado un trastorno de ansiedad generalizado.
Resetear la vida
Concluí entonces que tendría que hacer una reingeniería emocional de mi vida antes de que fuera demasiado tarde. Empezaba a trasmitir mi inseguridad a mis hijos, exactamente como me habia pasado a mí.
Afortunadamente a través de la terapia comencé a comprender mi ansiedad, estrés y temores desde el nivel biológico más elemental, hasta mis más profundos procesos psicológicos, evitando desarrollar artificiosas compensaciones como simples dietas, vitaminas, visitas al spa o el crear dependencia de alguien como guía de mis pensamientos, emociones, decisiones.
Por lo que se me propuso que a través de la ayuda recibida aprendiera a ser yo mi propia terapeuta, con actitudes como:
- Identificar mis sentimientos de inseguridad ante acontecimientos futuros.
- Distinguirlos en su realidad o componente imaginativo.
- Desarrollar la capacidad de contrarrestar una emoción negativa con otra emoción positiva.
- Desarrollar actitudes de autoconfianza para enfrentar y resolver problemas.
- Aprender a habituarme positivamente a situaciones difíciles.
Al margen de técnicas de autocontrol, debía sobre todo tomar mayor conciencia de que todos tenemos una inseguridad que forma parte del riesgo de la vida, como cuando en ocasiones decimos: “tal plan, que involucra a tales personas, debe quedar realizado para tales fechas”. Cuando las cosas pueden cambiar y no sabemos si estaremos nosotros, o los demás.
Admitir que nuestra vida es así… contingente, por lo que debemos reconocer el fracaso, las contrariedades y el dolor como parte natural de la misma.
Significa que en el curso de esos planes no podemos esperar la seguridad de tener éxito, no sufrir y ser felices, ya que si así fuera necesariamente no seriamos plenamente humanos, pues jamás apelaríamos a la fuerza de nuestro interior para seguir creciendo.
Me queda claro que mucho de mi salud depende de que logre un control de mis emociones estable y duradero, por el que me pueda preocupar, estar triste, e incluso admitir cierta ansiedad, siempre que logre conservar mi paz interior.
Mi familia me necesita así.
Por Orfa Astorga de Lira.
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